Baños milagrosos

A veces sólo necesitamos que alguien se enoje con nosotros, que miente madres, que llore y sufra con nosotros.

Llegó el viernes de puente y el caos del éxodo se empezaba a aplacar. Lo único que quedó en la ciudad fueron restos de los desertores y los desafortunados que nos quedamos atrás a cuidarla mientras los otros están de fiesta. Alguien tiene que hacerlo, ahora nos tocó a nosotros. Los viajes tendemos a guardarlos para temporada baja y los puentes siempre estamos en casa para evitar las multitudes.

Fuimos a cenar a uno de los pocos restaurantes de la colonia y aunque todo se prestaba para que empezara un fin de semana largo y libre de preocupaciones, el trabajo no me dejaba liberarme. Estaba enojada porque los porcentajes no me cuadraban y el pago tampoco, me dejaron en visto y las injusticias de la vida se me empezaron a acumular por ese acto que pudiera haber parecido insignificante.

Si fuera hombre puberto, literal hubiera sido el día en que hubiera buscado a quien golpear para sacar mi furia. Pero soy mujer, de brazos delgados y a los 33 años ya no se perdona un desplante de ira con tanta facilidad. No me quedó de otra más que patear una puerta y mentar madres en silencio. No me pregunten cómo me enteré también que los vecinos de enfrente están comprometidos, y fuera de que me dio gusto, me morí de envidia (la verdad).

Así fue como acabé tomando un baño de 40 minutos (perdón tierra, lo recompenso al no usar bolsa para los limones en el Super) que me liberó de mis males. Siempre he considerado que llorar en la regadera no cuenta porque 1) Nadie te ve y 2) Las lágrimas se camuflajean con el agua. Pero por alguna razón para mi siempre ha sido catártico, como lo es el mar. Simplemente verlo o remojarme en él me ayuda a contestar preguntas y a resolver los mayores dilemas de mi vida.

En algún lado leí que el mar es el único espacio lo suficientemente grande como para depositar un duelo y lo considero correcto. En la ciudad no hay mar, y mi regadera es lo más cercano a lo que puedo llegar, pero parece tener el mismo efecto. Las respuestas no son inmediatas, uno debe tener paciencia, pensar, llorar y sacarlo todo. Tal vez la vulnerabilidad es lo que me dio resultados tan acertados este fin de semana. Estar sentada en el piso de mármol, sin ropa que me disfrace, maquillaje que me ayude a corregir imperfecciones y el pelo mojado como perro, pude aceptar mi dolor.

En silencio me pedí perdón. Perdón porque se murió mi papá, perdón porque viví el duelo sola, perdón porque se murió mi perra, perdón porque no sé qué hacer de mi vida, perdón porque no me encanta mi trabajo, perdón por las injusticias, perdón por todo. Y milagrosamente me empecé a sentir mejor, me sentí más agradecida que nunca y entendí lo que tenía que hacer. Tenía que apagar la regadera, secarme, vestirme, escribir, salir a comer con el Sr. Novio y seguir viviendo.

A veces así nos toca, a veces nos tenemos que tirar al drama, darnos chance, sentir lástima por uno mismo, pararnos, sacudirnos y seguir adelante.

Saludos desde la regadera,

La Citadina.

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