Vivo con la ominosa sensación de que son más y más quienes van por las calles con un flaco amor propio en carne viva. Poco se necesita en estos tiempos para ser maldecido, insultado, amenazado, si no incluso vejado y escarmentado por quítame estas pajas. Es moneda corriente lamentarse por la frescura impune con la que los maleantes se burlan de las leyes y quienes se supone que se ocupan de hacerlas observar, pero ya casi nadie soporta que cualquiera le llame la atención si a su vez se las pasa por el arco del triunfo, o se digne siquiera ponerse en el camino de su arbitrariedad.
Me sucedió hace algunas semanas, delante de un semáforo en la vía lateral del Periférico. Venía al volante de mi camioneta, cautivo de esa extrema alerta sensorial en que vivimos los habitantes de la ciudad de México. Acostumbro pegarme a la derecha, si es que circulo al lado de la banqueta, de manera que los motociclistas avancen libremente por mi izquierda y no tengan que atravesar el punto ciego —por ahí de la llanta trasera derecha— del que ni los espejos alcanzan a alertarme. Un tema algo difícil de explicar a quienes echan pestes por lo que consideran capricho, desafío o agresión, que esa tarde fue el caso de un motociclista súbitamente tornado energúmeno.
Escuché unos pitidos, cinco al hilo, sin estar muy seguro de que fuera precisamente yo el destinatario. Una cuadra adelante, ya tenía al de la moto detenido a mi lado. Furibundo. Gritón. Conminatorio. Pensé en subir el vidrio por respuesta, pero la calma chicha del tráfico imperante y la rabia fogosa del sujeto me hicieron entender que nada le sería más sencillo que romperme el cristal, para empezar. Bastante, por lo visto, lo había ya retado para encima ignorar su virulencia, de manera que opté por hacerle partícipe de mi sorpresa. ¿De qué me estaba hablando? ¿A cuál de sus queridos consanguíneos había yo tal vez acuchillado, para ser acreedor a un odio semejante? ¿Era una pesadilla todo aquello, o en efecto me estaba amenazando de muerte?
El tipo hablaba mal, con la sintaxis chueca y la prosodia a modo de escupitajo, no tanto por estar fuera de sí —lo cual por otra parte era evidente— sino porque se había propuesto demostrarme que no era yo el primero a quien amedrentaba, ni sería quizás el último en sufrir sus represalias. No eran los modos de un bravucón callejero, ni los de un desquiciado repentino; el fulano gruñía y gesticulaba con una sangre fría sobrada de soberbia y autoridad. No traía, según me hizo saber, un “cuete” con el cual ponerme en mi lugar —el panteón, presumí— pero si un día me volvía a ver no dudaría en vaciarme el cargador.
Reconocí su orgullo de perdedor congénito, típico del maleante habituado a infundir miedo y ser obedecido de inmediato. Maldeciría tal vez la mala pata de haber dejado la pistola en casa, o copiaría el gesto de un vecino, un secuaz, un patrón sanguinario. ¿Le costaría mucho memorizar mi número de placa y cazarme más tarde, si acaso me atrevía a mandarlo al carajo? ¿Qué tan gordos serían sus complejos, si por una minucia apenas distinguible hacía suyos los modos de un sicario frenético? ¿Lo había satisfecho mi falsa impavidez?
No se trata de un incidente raro. Pasa en cualquier esquina, día tras día, por nada o casi nada. Mejor dicho, por causa del orgullo a flor de piel —sintomático en hordas de altaneros, derrotados y resentidos— que hoy es cosa común aquí y allá. Gente que se transforma en carne de presidio, nada más sospecharse objeto de un respeto regateado. Fulanos que nos odian al vapor y han de humillarnos tanto como les arde el ego trastornado. Pobres diablos ansiosos de cobrarse por su ínfima autoestima. Perdón por la insistencia: son cada día más y están en todas partes.
Este artículo fue publicado en Milenio el 14 de septiembre de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.