Decían los antiguos que del árbol caído todos hacen leña, y la verdad es que nada ha cambiado. No es que guarde uno inquinas especiales contra aquel personaje recién defenestrado, ni que le conste que se lo ganó, sino que experimenta una satisfacción inconfesable nada más enterarse que a quien ayer gozaba de fama y fortuna (o cuando menos eso cabía imaginar) hoy le sobran razones para el llanto. Por eso es que resulta más sencillo dar por buena toda la información que le pinta culpable de su infortunio y faculta a los otros, o sea a todos nosotros, para tirarle piedras a placer.
Devoramos con curiosa fruición los chismes al respecto, en especial aquellos que abundan en detalles escabrosos, como el rictus de pánico de quien cayó en desgracia, sus primeras palabras, su pasmo sostenido cuando no terminaba de asumir que se le despojó del mínimo derecho a la privacidad y de ahora en adelante cuanto haga, diga o calle será la comidilla del gran público. Qué palabra mezquina: comidilla. Puede que ninguna otra hable con semejante claridad del deleite glotón que causa en los chismosos la exhibición de la miseria ajena. ¿Qué es al fin la carroña sino eso, comidilla?
Poco es lo que sabemos del asunto, pero eso da lo mismo porque lo más sabroso es la especulación. “¿Te imaginas…?”, rumiamos y enseguida saltamos al ejercicio de la fantasía, como si fuera todo una película y bastara oprimir un botón invisible para gozar a tope del close-up. No andaba tan perdido Georges Danton cuando pidió al verdugo que mostrara a la turba su cabeza, no bien la guillotina hubiera hecho lo suyo. Hay una recompensa inconfesable en el horror de ver correr la sangre, cuando se tiene la conciencia lavada y cabe presumir que se hizo justicia (lo dicen los-que-saben, con eso tiene que ser suficiente).
Lo que menos importa desde este ángulo es la verdad en torno a lo ocurrido. Nadie tiene los recursos bastantes para así comprobarlo o desmentirlo. Aun si la evidencia es concluyente, lo que cuenta para estas reflexiones no es ya la situación del acusado sino el proceso raudo que hace de espectadores cercanos o distantes fiscales implacables. El primer escarmiento del presunto culpable —y con frecuencia el último, pues su reputación no habrá de levantarse de la lona— es la distancia impuesta por quienes de repente ya no le reconocen, ni recuerdan deberle algún favor.
Escribe esto quien lo ha vivido en carne propia. El día que mi familia cayó en desgracia —porque caen todos juntos, no sólo el indiciado— supe que a mis espaldas se tejía una ficción intensa y satisfecha, por más que fuera apenas un adolescente y ni yo mismo conociera aún los motivos probables de nuestra debacle. Pronto se da uno cuenta de que está a la intemperie del recelo ajeno y deberá, si espera conservar alguna dignidad, vivir en el secreto y pretender que no se ha dado cuenta de que es un apestado.
El desbarrancamiento del otrora triunfante (más todavía si llegó a sucumbir a las lisonjas de sus subordinados o ignoró sus deberes para con la humildad) supone un gran festín para los envidiosos, cuyo éxito consiste en la hecatombe de los sobresalientes. ¿Y quién si no el perpetuo fracasado se esmera en regatear los méritos del otro? (Ya puedo verlos denostando estas líneas, con la coartada pronta de que alguien me ha pagado por publicarlas.)
No es, insisto, un asunto reciente. Los libros más antiguos nos recuerdan la impopularidad de la empatía ante el gran escenario del patíbulo. Quiere la cobardía general que nadie falte al banquete gratuito, y si hay sangre que todos se salpiquen, pues la sevicia es lacra pegajosa y la piedad aislada tiende a envalentonarla. Bienvenidos al circo, ladies & gentlemen, que no sólo las fieras tienen hambre.
Este artículo fue publicado en Milenio el 17 de agosto de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.