¡Manos arriba, sheriff!

Resulta que mi pueblo está cambiando sheriff y hay quienes lo celebran a plomazos. ¿Alguien recuerda aquellos días escolares, cuando llegaba en ascuas un profesor suplente y en el salón de clases transcurría un festín libertino a costillas de su candidez? Pues así, nada más que infinitamente peor porque nosotros no éramos asesinos. Cada día que pasa vemos crecer los números macabros y escuchamos historias espantosas donde el protagonista no es ya tanto la víctima como la infamia cruda del villano.

Niño, mujer, anciano, embarazada, nada de eso conmueve a los hijos de puta de estos tiempos y no estaría de más encontrarles un calificativo menos benévolo. Pues “puta” es hoy en día cualquier niña inocente secuestrada, torturada y forzada a prostituirse por gente que es capaz de degollar a un niño sin perder tan siquiera el apetito. Gente que ya cruzó las últimas fronteras de la vileza y apenas si concibe una monstruosidad capaz de intimidarle.

Pongámonos un rato, horror aparte, en el lugar de los facinerosos. Deben de estar durmiendo a pierna suelta, a sabiendas de que quienes los perseguían han cambiado de puesto, o de giro, o en su caso reciben otras órdenes, no necesariamente equivocadas aunque quizá sobradas de candor. Curva de aprendizaje, que le llaman, cuyos costos se miden ya no tanto en recursos materiales como en grandes tragedias a pequeña escala. Copiosas, redundantes y crecientes, tanto así que ninguna parecerá inusual o digna de especial preponderancia. Hace ya mucho tiempo que a los muertos les cambiamos el nombre por el número. Los contamos, igual que a las ovejas, para espantar la sombra del insomnio. Pero volvamos con los delincuentes…

Esta última palabra se ha vuelto un eufemismo, desde que el que llamamos crimen organizado se vale de armas tan sofisticadas que para hacerles frente es preciso echar mano de armamento de guerra. Ellos lo asumen como cualquier cosa, mientras nosotros vemos en otra dirección y buscamos las cifras optimistas que nos permitan desestimar un poco la realidad que tenemos encima. Ellos no necesitan tranquilidad alguna, van a salto de mata por la vida y entienden que la muerte los acecha, aunque son muy conscientes de su gran eficiencia porque en esos quehaceres sólo el más sanguinario sobrevive. Nuestro sheriff, en tanto, ha de probar que es bueno y sabe lo que hace, o en realidad lo que planea hacer. Es decir que nos llevan toda la ventaja y día a día ocupan nuevos territorios. Van ganando la guerra holgadamente.

¿A qué puede temerle un matasiete que maneja granadas y fusiles antiaéreos con el desparpajo de quien prende un cigarro? A otro igual o peor que él, y esos son multitud, aunque asimismo a ellos debe la calidad de su entrenamiento. Sabe que en una de éstas no va a llegar a viejo, y que quienes ocupen su lugar serán más desalmados y eficaces, pero en tanto eso pasa está dispuesto a todo por prevalecer. ¿Qué ocurre al otro lado de la línea de fuego? Nombramientos, traslados, proyectos y de pronto conflictos laborales: no exactamente el combustible idóneo que insuflaría en nuestros combatientes la resolución mínima para enfrentar con éxito a una armada de monstruos cuya misión no puede ser más clara. Todo o nada, qué más.

En los hechos, este cambio de guardia radical y exhaustivo supone suplantar lo que sabíamos por lo que ahora quisiéramos creer. La esperanza, se dice, muere al último. Y mientras se comprueban o desmienten las bonitas hipótesis de los héroes futuros, de los matones se oye menos el plomo que la risa. Sucede así en los westerns,  el villano celebra a carcajadas que la autoridad cambie una vez más —de placa, de uniforme, de casa, de pistola— por cuanto eso confirma, en su opinión festiva, que nadie puede ni podrá con él. No es que quiera uno darle la razón, pero con tanto plomo en el ambiente parece un poco tarde para hacerse el muerto. 

Este artículo fue publicado en Milenio el 27 de julio de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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