Los santos malpensantes

No hay peor negocio que ser buen policía, y sin embargo hay quienes aún lo intentan. Parece que la gente está deseosa de entender los motivos del malandro y eventualmente ver sus correrías con una propensión entre épica y romántica, según la cual vivir a espaldas de la ley supone una disposición a la aventura que por sí misma absuelve al personaje de cuanta tropelía pudiera ser causante. Del corrido a la serie televisiva, todo conspira a favor del matón, incluso si su fama de sanguinario crece día con día, espeluznantemente. El policía, en cambio, por el hecho de serlo, ha de enfrentar ya no el mero recelo, sino el desprecio y la condena generales, ahí donde no hay lugar para el menor asomo de empatía.

Para el uniformado no existen atenuantes, ni por supuesto el beneficio de la duda. Todo cuanto se diga en contra suya, por más inverosímil que parezca, ha de ser consagrado como un hecho innegable del que sólo un corrupto querría desconfiar. Todo aquél que le agreda, humille o haga daño —así sea en montón y con impunidad garantizada— pasará por valiente y bienhechor. Por eso es tan común que en la persecución de un criminal atrapado en flagrancia los papeles acaben por invertirse.

Menudean las historias de víctimas sin culpa y policías comprados por el hampa, y las otras a pocos interesan porque el chiste del morbo es pensar mal. De ahí que las calumnias encuentren suelo fértil en la reputación de cualquiera que vista de uniforme. ¿Y no ocurre algo así con inmigrantes, librepensadores, homosexuales, madres solteras y todo aquel sujeto al celo fariseo del vulgo malpensante, tan afecto a las generalizaciones?

Mentiría si dijera que nunca he padecido los abusos de un policía podrido —no son pocos, ni es fácil distinguirles de los facinerosos— si bien tampoco me atrevería a negar, por ganarme el aplauso de la porra, que en más de una ocasión he sido rescatado por policías cuya providencial intervención me devolvió la fe en la humanidad. Suena cursi, ¿no es cierto? No faltará quien diga, con esa ligereza categórica que abunda entre los dueños de la razón, que he cobrado muy bien por esa línea. Pues no cabe esperar más que agresiones si has tenido la mala puntería de pintar una raya frente a los linchadores, cuya sed de venganza —muchas veces vicaria, por no decir gratuita— no se interesa en hacer distinciones. Necesitan cobrarse, qué más les da con quién.

Sorprende que sean justo quienes les dan por viles e incorregibles los que a gritos demandan su eficiencia impoluta, en lugar de acogerse al oportuno amparo de esos matones a los que tanto admiran, justifican y ensalzan, cuyos derechos han de pesar más que los de quienes han tenido que sufrir pérdidas indecibles por su causa, peor todavía si portan una placa. ¿Quién les ha dicho a los uniformados que algún derecho humano les asiste? ¿Son humanos, siquiera, como sería el caso de lenones, secuestradores y asesinos?

Ciertamente es muy fácil ser un mal policía, y para algunos es un gran negocio. Se arriesga igual la vida, pero al menos se cuenta con el pánico ajeno, que en un descuido parecerá respeto. Los matones lo saben, por eso les ofrecen ingresos en principio incomparables (y por qué no decirlo, tentadores), amén de un cierto ascenso en la escala social, pues ya se ve que el juicio de los malpensantes —signo de inconsecuencia y discriminación escandalosos— ha puesto al policía un escalón por debajo del reo.

Conozco a varios buenos policías y todavía no sé de un buen matón, aunque ya me figuro que estos últimos estarán muy contentos de verse por encima de sus perseguidores. Los querrán peor pagados y tratados, amén de calumniados y ofendidos, hasta que al fin no quede ni uno bueno. ¿O es que otra cosa buscan los santos malpensantes?

Este artículo fue publicado en Milenio el 06 de julio de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

Foto:

Despiden en León, Guanajuato a 24 policías por falta de interés y no ir a trabajar

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