La culpa es del Gobierno.” Llevo toda la vida escuchando la misma cantaleta. Nuestra suerte depende, según esto, de cuanto hagan o dejen de hacer los administradores de esa teta infinitamente pródiga a la cual unos y otros se encomiendan, y que antes o después les echará a perder las ilusiones. Poco importa si el mandamás en turno peca de permisivo o paternalista, ya que acá abajo impera la superstición de que sin ellos somos poco o nada, y es por su culpa que nos va como nos va. El victimismo se parece a la mierda: lo peor no es ya que apeste, sino que es pegajoso.
El Gobierno, sin duda, es culpable de cantidad de yerros y calamidades. Por su mismo tamaño, tiende a ser despacioso, inconsecuente, errático; da incluso la impresión de que sus funcionarios pasan la vida cruzados de brazos ante la adversidad que nos agobia. Cierto es que les pagamos dinerales a cambio de encargarse de una parte esencial de nuestro bienestar y rara vez quedamos satisfechos; lo raro es que sigamos esperando a que sean ellos quienes pongan algún remedio mágico y nos conduzcan a un mejor destino (como lo haría el hijo de familia que culpa de sus malas experiencias a quien le trajo al mundo sin antes preguntarle su sacro parecer).
Para muchos, la vida nunca pasa de ser una historieta cuyas mil disyuntivas están en manos de otros. Por eso votan llenos de entusiasmo por quien ofrece soluciones mágicas, sólo para después hacer rabietas épicas porque el truco salió peor que el problema y los culpables siguen tan campantes. Uno sabe que habla con un irresponsable por su facilidad para encontrar culpables y sacar lustre a su propia inocencia, como el pupilo que cruza los brazos y espera una medalla al buen comportamiento.
En un mundo partido entre culpables e inocentes, no queda mucho espacio para ubicar a un solo responsable. Se busca al de la culpa cuando la solución parece ya improbable y queda sólo el hambre de revancha entre los inocentes afectados. ¿Quién nos la va a pagar, aun si nada ganamos ni cobramos porque nos basta y sobra con verle padecer de cualquier forma por lo que según esto nos quedó debiendo?
Puedo encontrar docenas de culpables por el bache que reventó mi llanta, y aún así mi coche seguirá parado mientras no me haga cargo del problema. Puedo hasta levantar una demanda, pero antes de eso no estaría mal que levantara el carro con el gato, extrajera la rueda de refacción y buscara una vulcanizadora. ¿Que si soy inocente del percance? Yo supongo que sí, pero esa no es razón para aniñarme. ¿O es que voy a esperar a los bomberos cuando tiemble la tierra y empiecen a pandearse los muros de mi casa?
Si me pasara el día maldiciendo los actos y omisiones de Gobiernos pasados y presentes, la vida se me iría en refunfuñar. Una labor, por cierto, harto compensatoria para aquellos que pueden darse el lujo, pero ocurre que tengo cuentas por pagar y el tiempo se me acaba, como a todos. No negaré que a veces, de mañana, encuentro en estas páginas motivos suficientes para entregarme al cultivo tenaz del fatalismo. La recesión probable, los secuestros al alza, la esperanza a la baja. Tampoco ignoro el golpe bajo a mi ánimo industrioso que noticias como éstas significan, de manera que acabo por asumir que necesito hacer cuando menos mi parte, si no quiero acabar de irme a la ruina. ¿O quizás estas líneas van a escribirse solas? ¿Es culpa del Estado si me siento a llorar y dejo que el periódico se publique sin ellas? ¿Va a venir el Gobierno a premiar mi inocencia, o seré yo quien tenga que exigir?
No creo en el pueblo bueno, ni en el Gobierno malo. No me siento inocente ni vine a confesarme. Soy apenas un simple ciudadano que se hace responsable por sus actos y no espera otra cosa de quienes nos gobiernan. Si alguien busca culpables, vaya a otra ventanilla.
Este artículo fue publicado en Milenio el 29 de junio de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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