Quienes leemos las columnas periodísticas solemos tener varias bestias negras. Gente cuya opinión consideramos torpe, ingenua, sesgada, corrupta o despreciable (por no hablar de un estilo que muy probablemente refuerza esa impresión), tanto así que con cierta asiduidad les prestamos atención especial, por el puro interés —pasajero, morboso, a veces cruel— de reafirmar nuestro juicio de siempre y ridiculizarles hasta la saciedad.
“¿Ya leíste a esta rata?” “¿Quién se ha creído, tamaño lame suelas?” “¡No puede ser que escriba tantas estupideces!” Hay un placer oscuro en repelar delante de quien creemos afín a nuestro juicio y esperamos su apoyo retumbante. Confía uno en que la bestia negra se mantendrá a la altura de su expectativa y le hará blasfemar como Dios manda. Un enojo, por cierto, no exento de profunda satisfacción, puesto que la distancia entre uno y otro enfoque contribuye a afianzar nuestro punto de vista y es un deleite para la autoestima.
¿Qué pasa, sin embargo, cuando la bestia negra coincide con nosotros en torno a cierto tema controversial, al punto de quedarnos con la impresión de que nos quita las palabras de la boca? ¿Qué si me sigue en Twitter, o suele retuitearme, o le gustan los perros como a mí? No será tan idiota, silvestre o despreciable, si ha podido entender la situación desde un punto de vista similar al mío, que como es natural tengo por apegado al más estricto sentido común. ¿Será que me he pasado de quisquilloso, o me dejé llevar por una antipatía más o menos gratuita, u ocurre que la bestia ya va entrando en razón y me toca mudar de parecer? ¿Recorreré sus párrafos a partir de mañana con la indulgencia que a otros les dispenso y pasaré por alto los extremos que antes me alebrestaban, porque nadie es perfecto y cada uno tiene su trozo de razón?
Suena bien, claro está, como ocurre con todas las mentiras piadosas. Hay quienes se rodean de aduladores y pretenden guardarles gran estimación, pero en el fondo saben que los desprecian tanto cuanto ellos disimulan sus sentimientos reales en nombre de la mera conveniencia. No es, pues, que aquella bestia negra nos parezca de pronto digna de admiración, sino que por lo pronto le retiramos el pequeño respeto que nos inspiraba —pues la hacía cuando menos acreedora de nuestra honesta tirria— y ahora le dedicamos la simpatía hueca e inconsecuente que inspiraría un eunuco servicial.
En lo que a mí respecta, soy incapaz de honrar tamaña pantomima. Puede que sea por eso que me da repelús el espectáculo —tan común, hoy en día— de los antípodas cariñositos, y de hecho prefiero no leer a ciertos columnistas cuyo estilo aborrezco, aunque me simpatizan (puesto que creo o sé que son buenas personas), pero entre eso y decir que respeto sus para mí infumables parrafadas se interpone un océano de franqueza que no sabría negar delante del espejo.
Lo peor es que uno muda de opinión. Echo la vista atrás y encuentro que mi nómina de bestias negras ha mudado con lujo de esquizofrenia. No negaré que a algunos entre quienes llegué a execrar con vivo ardor ahora los leo con regularidad. Y al revés, más de uno entre los héroes de mis años dogmáticos hoy me parecen dignos de pasar lista en una clínica psiquiátrica. Lo cierto, en cualquier caso, es que no sé qué haría sin esas bestias negras cuyas líneas recuerdo más y mejor que aquellas con las cuales concuerdo plenamente. Las cito con frecuencia, así sea para burlarme de ellas, y hasta ocurre que a veces las extraño, pues nada en tal sentido me espeluzna tanto como la idea de vivir en un mundo asqueroso donde todos estemos fatalmente de acuerdo y no exista siquiera una voz destemplada que objete el monopolio de la razón.
Ya dije: los detesto. Encuentro sus columnas infundadas, ridículas, bestiales. Quiero seguir leyéndolas, por mi salud mental.
Este artículo fue publicado en Milenio el 15 de junio de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.