Según llegó a creer más de un contemporáneo de nuestros abuelos, tenían los comunistas el prurito insalubre de comerse a los niños. Con espanto no menos pegajoso, se hablaba a los pequeños del “viejo del costal”: un parásito pérfido que forzaba a sus víctimas a la mendicidad, tras sacarles un ojo para apelar mejor a la piedad de las buenas conciencias. Supongo que habría más de un robachicos capaz de consumar tales monstruosidades, aunque sigo dudando hasta la carcajada de aquel presunto gusto de los rojos por la gastronomía antropofágica.
Con el paso del tiempo, los anticomunistas delirantes han perdido prestigio y partidarios, mas no por ello desaparecieron. Asidos a trincheras que datan de los años de la guerra fría, no es raro que descubran tras las preocupaciones por el medio ambiente una conspiración marxista-leninista. Y lo mismo sucede si alguien se atreve a hablar de feminismo, librepensamiento, diversidad sexual o derechos humanos, todos ellos asuntos sospechosos de servir al demonio de la hoz y el martillo. ¿Es raro, pues, que pocos hayan prestado un servicio tan flaco a la causa liberal como los radicales anticomunistas, paranoicos de tiempo completo?
Satanizar una idea del mundo y a quienes la comparten es una forma de infantilizar a los destinatarios del mensaje, con el riesgo latente de que la realidad eche por tierra las supercherías y eventualmente surtan el efecto contrario. Una vez desprovista de antifaz, la calumnia termina por hacer una víctima del calumniado y endosarle nutridas simpatías. ¿O es que esperan los nuevos cazadores de brujas que al paso de los tiempos siga siendo un espíritu encornado el responsable único de nuestros sinsabores? Ahora bien, es verdad que el demonio de moda ha dejado de ser un bolchevique, para tomar la forma de un neoliberal.
Según reza la prédica imperante, nada hay de rescatable, funcional o siquiera inocente en el mentado neoliberalismo. Sus intenciones son por fuerza oscuras y responden a un contubernio global de intereses malignos, cuyos medios y fines tienen que ver con la misión no del todo secreta de empobrecer a la gran mayoría de nuestros congéneres, en beneficio de unos pocos vampiros inescrupulosos. No estaría de más, por si las moscas, apartar a los niños de su alcance.
Adjudicar cuantas calamidades nos aquejan al neoliberalismo equivale a caricaturizarlo. Se exageran sus rasgos más conspicuos en favor de la burla y el descrédito. Se le cuelga de un árbol, como al Judas en sábado de Gloria, y se le prende fuego para así conjurar su malévolo influjo. Pobre de quien lo añore o reivindique, porque suyo será el estigma indeleble de postrarse ante el amo equivocado.
Una vez encendida la pira de la purificación, es común escuchar a quienes poco tiempo atrás profesaban ideas libertarias tachar a sus contrarios de “neoliberales”, cual si el término fuera un arma arrojadiza que como una granada estallará en las manos del último en tocarla. ¿Para qué complicarse hablando de soberbia, negligencia, usura, insensibilidad o excesos draconianos, si es más fácil gritar tal o cual medida, propuesta o exigencia “no oculta su evidente corte neoliberal”.
Hoy, tirios y troyanos se tildan mutuamente de neoliberales, igual que en otros tiempos se acusarían de herejes o indecentes. ¿Alguien percibe el tufo del incienso? A esta velocidad, no falta mucho para que los viandantes se santigüen ante la aparición de un neoliberal, cualesquiera que sean sus características. ¿Qué ocurrirá, no obstante, cuando las evidencias terminen demostrando que los llamados neoliberales no son como los pintan, y que probablemente tampoco ellos practiquen aquella fea costumbre de comerse a los niños?
No alcanzo a ver qué tiene de especial tratar de aprovechar las ideas ajenas en beneficio del proyecto propio, como no sea ésta una cruzada y haya que escabechar a los infieles. ¿Tendría que empezar a persignarme?
Este artículo fue publicado en Milenio el 08 de junio de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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