Unos dicen que es por la polarización, otros culpan de todo a la inseguridad; hay también los que piensan que es signo de estos tiempos y no faltan los místicos prestos a hablar de indicios apocalípticos. Sea cual sea el caso, tal parece que somos multitud quienes hoy día vivimos a la defensiva.
Entre las estadísticas insulsas que hemos de soportar con frecuencia insufrible, sobresale la absurda medición del índice de dicha por país. ¿Qué tan feliz soy yo, del uno al diez? Planteada incluso a título personal —ya no digamos colectivamente— la pregunta parece y es idiota. Si no termina uno de esclarecer en qué diablos consiste la felicidad, la idea de sentarse a calcularla tendría que invitar a la carcajada, que al menos ya es un signo de dicha momentánea.
Quejarse, en cambio, es cosa más sencilla. Exhibe uno el enojo, la tristeza, la inquina o la zozobra sin miedo a equivocarse, y si puede exagera y dramatiza, aunque quizás un rastro más firme de infortunio tenga que ver con la tensión nerviosa —vibrante, persistente, inflamable, explosiva— de quienes son cautivos del recelo. ¿O no es en las prisiones —sitios proverbialmente refractarios a la felicidad— donde se sobrevive a golpe de sospecha y ninguna cautela es excesiva?
Que esto suceda en México, país de guasa pronta y risa fácil, es doblemente raro y alarmante. Nunca, que yo recuerde, fue tan común intercambiar insultos y amenazas con perfectos extraños, por motivos apenas discernibles. Ya casi nadie aguanta que se le haga un reclamo, aun si al afectado le sobra la razón y se esmera en hacerlo con cierta urbanidad, pues de todas maneras el agresor se da por agredido y responde con ráfagas de rabia, cual si reivindicara el honor de su estirpe.
Dudo que sean felices, o de menos alegres, quienes van por el mundo contrayendo el esfínter, como si protegieran un tesoro frágil e irremplazable que medio mundo busca arrebatarles. Gente que ha de vivir en pie de guerra, temerosa de hacer la menor concesión, así sea a través del beneficio de la hilaridad. Puesto que en modo alguno soportan perder, y ello incluye evitar que siquiera la risa ose ganarles.
Milan Kundera alerta sobre quienes no ríen con un término bíblico siniestro: agelastas. ¿Quién, que vea en la risa una derrota y sepa contenerla en cualquier situación no es de por sí temible y tenebroso? Resiste uno la risa a toda costa cuando no está dispuesto a negociar u, horror de los horrores, recular. Ser agelasta implica comprometerse con la rigidez, en nombre de un orgullo prepotente que revela temores innombrables y en un descuido produce sarcomas.
Varias entre las peores taras de este país —machismo, intolerancia, racismo, fanatismo— se escudan tras un muro de gravedad fingida que le teme a la risa como a un virus, más todavía si su estallido ocurre por el efecto de la inteligencia. Detesta el agelasta lo chusco y lo jocoso, por cuanto ello delata una agudeza que no por nada juzga peligrosa. Quien se ríe concede, transige, abre el entendimiento, permite que le embargue la ligereza de ánimo; luego entonces descuida la retaguardia cuya ciega defensa es la razón de ser del agelasta, sentenciado a vivir con el lomo pegado a la pared en homenaje a sus recelos patológicos.
Pocos paisanos son tan enojosos como aquellos que viven convencidos de que su honra se ubica allí donde la espalda cambia de apelativo (y todos, ya se entiende, queremos desflorarla). Una manía infantil que evidencia terrores y congojas de los que mal podría uno reírse sin lanzar una afrenta imperdonable a quien cree que el orgullo y la dignidad consisten nada más que en apretar las nalgas noche y día. Una actitud, por cierto, contagiosa, cuya fase epidémica nos flagela sin pizca de clemencia. Que Dios —diría mi abuela, con lujo de candor— nos coja confesados.
Este artículo fue publicado en Milenio el 25 de mayo de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.