La ovación es un premio que invita a la locura. Más todavía si ocurre con frecuencia y son cientos de miles quienes aplauden, gritan, brincan y se apapachan, como si el aplaudido —que en realidad no ha hecho sino anotar un tanto para su equipo— acabara de salvarles la vida. Se le trata, en efecto, como a un héroe, y poco se escatima en atribuirle dotes sobrenaturales. El juego del fanático está en exagerar, ya sea que celebre o despotrique, y nada le parece más mezquino —justo cuando gobierna la taquicardia— que escuchar un llamado a la mesura.
Pocas mamarrachadas suenan tan razonables como aquellas que a veces prodigamos en compañía de otros aficionados. Sentencias no sólo épicas, sino incluso teológicas, se vuelven procedentes, exactas y brillantes cuando resumen nuestra admiración por la gesta de un ídolo a la vista. “¡Perenganito es Dios!”, concluye el exaltado de la fila de atrás y uno alza los pulgares, convencido, como si una evidencia milenaria se le hubiese de pronto revelado. Todo lo cual apunta a disolverse conforme pasan horas y la emoción vibrante va cediendo terreno al mundo real, donde los dioses rara vez abundan y no hay un as que triunfe por nosotros.
Pongámonos ahora en los huesos del as. No vuelves a la tierra como si cualquier cosa cuando la multitud se esmera en endiosarte, así en la cancha como ante las cámaras, y virtualmente en todo lugar. No puede el as pararse en una esquina sin que una horda de mortales idólatras le cubra de alabanzas y miradas rendidas que subrayan aquella divinidad presunta de la que sólo quedan dos escapes posibles: el odio o el olvido, ambos insoportables para quien ya probó la ponzoña del éxito rotundo y no sabrá vivir sin siquiera el consuelo de evocarlo.
Mistificar al as es crear un monstruo, que como los vampiros vivirá sin poder mirarse en el espejo. Si antes de ser trepado a los altares se le veía atlético, perseverante y habilidoso, entre otros atributos propios de un deportista sobresaliente, una vez equipado con la aureola del prócer se le creerá capaz de consumar hazañas ilimitadas, y a él no le quedará sino creérselo, pues ya se ha acostumbrado a las lisonjas al extremo de hallarlas naturales (y muy probablemente no soporta las críticas de quienes nada saben de sus grandes esfuerzos por seguir cosechando la droga del aplauso).
Del campeón al titán no hay más que un breve paso, y suelen ser los otros —entusiastas, fanáticos, oportunistas, encandiladores— quienes lo dan por él. Son tan grandes su fama y su leyenda que abundan exaltados dispuestos a apostar por su presunta infalibilidad, no sólo en el deporte sino en cualquier terreno. En todo caso, no le faltan adeptos: su mero nombre ya es una franquicia. Una vez que han mermado sus facultades físicas, el monstruo se levanta con hambre de ovaciones y es tarde para hacerle entrar en razón. Preferirá vivir en el ayer a aceptar un mañana sin grandeza.
Desde el palco del sentido común, la aventura política del hoy gobernador Cuauhtémoc Blanco —quien como as de la cancha solía ser mañoso, narcisista, destemplado— luce tan insensata como la idea de trasladar sus mundialmente célebres cuauhtemiñas al terreno de la administración pública. No es de extrañar que un ídolo que excitaba a su público con la pantomima de orinar como un can la portería contraria se sienta facultado para cualquier cosa; lo raro, en todo caso, es que alguien esperase sapiencia y perspicacia de un pobre solitario extraviado en sí mismo que lleva media vida viendo apenas su sombra, bajo los reflectores de una fama que todavía hoy le impide contemplar más realidad que la de una soberbia en franca decadencia. Debe de ser terrible ver entrar tantos goles en tu portería sin poder explicártelos, y aún seguir esperando una ovación cerrada que ya no volverá.
Este artículo fue publicado en Milenio el 12 de mayo de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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