La justicia es como la “prenda amada”: solo parece buena cuando nos favorece. De otro modo es ingrata e indigna de su nombre. ¿Cómo va a ser correcto el veredicto que se atreve a tratar a nuestros sueños más acariciados igual que a pordioseros o maleantes? Espera uno “justicia” de quien la representa a la manera de la bondad divina, que es por definición clemente y dadivosa, y si ello no se cumple se siente facultado para hacérsela por la propia cuenta. ¿Cómo, de otra manera, iría a congraciarse con su muy personal sentido de equidad?
Para los niños es un asunto grave. Cuesta hacer entender al pequeño entusiasta del deporte la infalibilidad del reglamento, cuando por causa de éste su equipo favorito no consigue ganar. “¡Es injusto!”, gritan y patalean, llenos de una pureza candorosa estimulada por los cuentos de hadas, según la cual todos en esta vida obtienen siempre lo que se merecen. ¿Quién le explica al llorón que suele haber más méritos que recompensas y nunca un reglamento que a todos nos complazca?
Recuerdo que una vez, al final de una fase eliminatoria de Copa Davis donde los mexicanos pelearon con bravura extraordinaria y perdieron por el mínimo margen, una airada señora lamentó amargamente que el árbitro no hubiese declarado un empate en el partido final. Varios espectadores se sumaron de golpe a su indignación, repitieron a gritos la exigencia y lanzaron decenas de cojines a la cancha en señal de patriótica protesta. De poco habría servido recordarles que lo que se jugaba era precisamente una e-li-mi-na-to-ria, amén de que la reglas del tenis no admiten los empates, pues nada de eso habría sido bastante para aliviar el sentimiento de despojo que les tenía exigiendo lo imposible, en nombre de un sentido de justicia perfectamente ajeno a la objetividad. ¿O es que también habrían exigido el empate de haber sido distinto el resultado?
Hay por supuesto leyes antipáticas, inclusive arbitrarias y de hecho monstruosas, como sería el caso de la pena de muerte, pero hasta ésas parecen preferibles al imperio de la justicia subjetiva, donde cada uno tiene su propia percepción de la equidad y va a imponer su ley a como dé lugar, o en su caso caer bajo la del vecino, como en aquellos westerns cuyos protagonistas han de sobrevivir en un pueblo-sin-ley donde no hay más justicia que la revancha y son los bandoleros quienes mejor la aplican. Cualquiera que haya pisado una cárcel sabe que está repleta de “inocentes” que aseguran haber sido tratados sin la menor imparcialidad.
Pocos procedimientos judiciales hay tan escalofriantes como el que desemboca en la inyección letal, y no obstante cualquiera elegiría ese suplicio helado a enfrentar a una turba furibunda decidida a cobrarse sin trámites ni pruebas. ¿Qué más sino la ley, y quienes viven de ponerla en práctica, nos puede proteger de la arbitrariedad de quienes hallan justa y necesaria la conjunción de sus resentimientos?
Se sabe que los nazis impusieron algunas de las leyes más infames que cabe imaginar, si bien sus truculencias más nefastas ocurrieron a espaldas de la ley (y hasta la fecha abundan los secuaces distantes que las niegan, igual que el parricida finge desmemoria). Guardando proporciones y en nombre del rigor elemental, si el Estado es atroz a la hora de aplicar una ley abusiva, aún más aterrador resulta cuando ignora o contraviene una legislación que le toca cumplir y hacer obedecer.
En un país donde la policía delinque por sistema y apenas los más bravos honran el uniforme, no parece difícil sembrar la sinrazón de que es mejor vivir en un pueblo sin ley —al amparo de los facinerosos— que en un país con leyes imperfectas. Entre eso y el suicidio tendrá que haber alguna diferencia, aunque si he de ser justo no alcanzo a percibirla.
Este artículo fue publicado en Milenio el 27 de abril de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.