Son legión quienes creen que lo conocen, pero hay que haber jugado al lado suyo para saber la clase de tramposo que es. Para su suerte, el golf no se juega en estadios, pero aun así son muchos los testigos de la absoluta falta de pudor del topillero más famoso del planeta.
Consta entre sus variados contrincantes que Donald Trump trae a la mano dos pares de pelotas, de modo que sea fácil reemplazar la que cayó muy lejos, y hasta depositarla dentro del hoyo, con la complicidad forzada de su caddy. Le gusta compararse con los profesionales, sólo que su prurito por la estafa hace de él un villano de caricatura. ¿Alguien recuerda al viejo Pierre Nodoyuna, tramposo patológico cuyo perro malévolo solía burlarse de sus trucos fallidos? Pues tal cual, nada más que éste es rico y poderoso, y es así que acostumbra ir por el mundo fanfarroneando en torno a unas hazañas que no figuran más que en su verborrea.
Rick Reilly es un famoso cronista de golf. Un deporte, por cierto, donde el orgullo juega un papel protagónico y el primer adversario es el jugador mismo. Muy poco se respeta aquel aficionado que pretende ganar por la vía del fraude, ya que debe empezar por engañarse solo. Todo lo cual es moneda corriente entre la mayoría de los golfistas, celosos de su honor y obsesos de sus números, como ocurre también con los adeptos al billar y el boliche. Imaginemos ahora la indignación de un golfista de cepa como Reilly frente al escandaloso caso Trump. Daba sin duda para escribir un libro.
No se jacta el autor de entender de política, si bien su olfato ha llegado tan lejos que ya podría tachársele, en clave gansteril, de saber demasiado. Y tampoco hace falta ser una autoridad en el fino deporte para apreciar el retrato grotesco que hace Reilly en su libro Commander in Cheat (“Comandante en chapuzas”), dedicado a entender la conducta del Chanchullero en Jefe a partir de su forma de practicar el golf.
Poco practica Trump, en realidad, dado que el interés no es mejorar su juego sino adornarse con sus resultados. Dueño y señor de varias decenas de clubes, rara vez juega el presidente de los Estados Unidos en campos que no sean de su propiedad, donde elige los caddies de sus adversarios –les asigna los menos experimentados– y se hace acompañar por el mejor, entrenado exprofeso para ayudarle a usurpar la ventaja. Armados de un carrito dos veces más veloz que los demás, el tramposo y su cómplice llegan antes que nadie al lugar de los hechos y reacomodan unas y otras bolas de acuerdo a su bribona conveniencia. No en balde algunos caddies conocen al patrón como Pelé, dada su habilidad para hacer con el pie lo que no consiguió con el bastón.
Los testimonios son tan abundantes, amén de divertidos y estridentes, que no cabe dudar lo poco que le inquieta al ahora mandatario su bien ganada fama de truhan. Para más inri, nada le es suficiente. Si se anotó algún número espectacular, a fuerza de hacer tretas hoyo tras hoyo, no dudará en inflarlo (es decir, encogerlo) a lo largo del día hasta ubicarse al lado —cuando no por encima— de las grandes leyendas del deporte.
Con el mismo sistema, Trump deslumbra a los socios de sus clubes jurando que ha invertido decenas de millones de dólares en predios que más tarde, ya ante el fisco, cotiza en menos de la vigésima parte. ¿Y qué decir de los ingenuos proveedores que con suerte reciben una pequeña parte del pago contratado, por no enfrentar la infamia de los abogados del bravucón naranja, que a la fecha ha librado más de 3,500 pleitos en juzgados? Tres. Mil. Quinientos.
Dan Scavino, virtual mano derecha del presidente Trump, fue alguna vez su caddy favorito. Nada tiene de raro que a la fecha sea el único mortal que comparte su cuenta de Twitter, con todo y contraseña. Tiene razón Rick Reilly: el golf lo explica todo.
Este artículo fue publicado en Milenio el 13 de abril de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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