Papi paga

De la infancia recuerdo una expresión absurda que ya entonces me sonaba ridícula, pues así hacía ver a mis mayores: Papá Gobierno. Más raro todavía era escucharles hablar pestes de nuestros gobernantes, a quienes no bajaban de cínicos, ineptos o ladrones; motivos sin embargo suficientes para que se les viera con un desprecio pocas veces ajeno a la envidia. Nuestro destino era, según aquel esquema esquizofrénico, ser vástagos hipócritas de un padre autoritario y veleidoso al cual quizás un día admiraríamos –de dientes para afuera, cuando menos– según tuviese a bien favorecernos.

Siempre que algún amigo o familiar gozaba de un lugar entre la clase gobernante, se decía que estaba “bien parado”. Es decir, que el sujeto era una suerte de hijo predilecto de aquel Papá Gobierno cuyos buenos ojos eran indispensables para tener acceso a permisos, empleos, prebendas, trámites, dispensas y todo un abanico de prerrogativas que en un país de adultos habrían sido derechos ciudadanos. Bien vistos, sin embargo, los consentidos de los poderosos no se hallaban de pie, sino postrados ante el mando supremo que recibía a cambio una obediencia rica en asentimientos y genuflexiones. En todo caso, estaban “bien parados” a la manera del mayordomo solícito que no aspira a ser dueño de su tiempo, menos de su opinión, y su eventual estatus puede medirse por el rebuscamiento de sus caravanas.

Mal podría haberse dicho en esos años que los mejor parados debieran su creciente prosperidad a una acumulación de méritos presuntos, cuando la realidad los exhibía como incondicionales de un sistema donde sólo valía significarse por la docilidad de la propia cautela. Cada seis años, inexorablemente, la corte del poder se renovaba, y con ella las esperanzas vanas de un expectante ejército de pobres diablos al acecho del mínimo resquicio entre los muros de su infancia perpetua.

De niño uno promete, con tal de conseguir un premio o un perdón, que en adelante se portará bien. En el aula escolar, ello implica el deber de cultivar silencio y obediencia: virtudes tan escasas que suele uno pasarse la niñez renovando propósitos inalcanzables, hasta que un día descubre que los grandes tampoco acostumbran ser dignos de admiración, como no sea por su capacidad de disimulo. Encontramos, de paso, que los adolescentes bien librados no son los que obedecen ciegamente, sino aquellos que logran salirse con la suya, y ello a menudo incluye la necesidad de desoír los mejores consejos en aras de ganar un poco de experiencia.

Ya en los años adultos, solamente los presos reciben trato de menores de edad, y así se les exige que se porten bien, puesto que están en deuda con la sociedad y les toca probar que escarmentaron. Los demás somos meros ciudadanos: contamos con derechos y obligaciones, entre los que figura la prerrogativa de exigir al gobierno que cumpla las funciones para las cuales le hemos elegido. Cierto es que hay quienes miran hacia allá con los ojos del niño que aspira a que le planten una estrella en la frente, igual que el heredero baquetón vive a la espera de que el padre amantísimo resuelva sus problemas: señal de que han crecido tan mal criados que no quieren pagarse la dignidad de mantenerse solos y prefieren llevar los pantalones cortos.

Un gobierno que pretende arrogarse la patria potestad de sus gobernados sólo puede aspirar a tutelar un rebaño de enanos, que acabarán creciendo de cualquier manera con el rencor del hijo maniatado hacia un padre que nunca halló preciso entender que el respeto suele ser una calle de doble sentido. Incluso y sobre todo los niños minusválidos aprenden a arreglárselas con sus propios recursos, para orgullo y sosiego de unos padres que saben que no serán eternos. Si no recuerdo mal, aquel Papá Gobierno de mi infancia se creía destinado a vivir para siempre: pobres de los que aún hoy se traguen ese cuento.

Este artículo fue publicado en Milenio el 30 de marzo de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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