Vivo con cinco perros enormemente guapos. Grosera redundancia para quien de esto sabe, porque incluso el más feo de los canes termina convenciéndote de su lindura. El punto es que me consta minuciosamente la belleza de cada uno de ellos. “¿Cómo es que los distingues?”, preguntan las visitas, presas aún del pasmo que ocasiona la bienvenida quíntuple: un embate de saltos y lengüetazos que agudiza aún más la confusión. Son todos parte de una misma familia –dos padres y tres hijos– donde el más ligerito pesa 40 kilos, de modo que la gente los toma por idénticos, pero yo les encuentro tantas divergencias que aun medio dormido, con el tapaojos puesto, puedo decir cuál de ellos viene a saludarme.
Hay quien opina que esto es una locura y de algún modo entiendo su sorpresa. Toma tiempo habituarse a ser objeto de la atención de diez ojos alertas para los cuales uno es todo en la vida, si bien aquí los locos somos dos. Adriana, mi mujer, los reconoce por sus puros ladridos y a cada uno le habla con un tono distinto. Asombra el abanico de arrumacos, voces y carantoñas que suelen merecerle sus cómplices cuadrúpedos, amén de un abundante y creciente catálogo de apodos cariñosos. Habremos inventado ya unas cuantas docenas, que ellos apenas tardan en memorizar. Cada mote tiene su propia historia, sin la cual no sería posible descifrar cómo es que el buen Gerónimo, al cabo de tres años de malabares fonético-afectivos, terminó convertido en “Cuiniberto”. Otro de nuestra especie ya se defendería con sarcasmos, insultos o rabietas, pero él entiende poco de complejos y todo lo celebra a cola batiente.
Cassandra es la matriarca de la tribu. Bibliófaga tenaz a lo largo de infancia y adolescencia, dio cuenta de un altero de novelas que todavía hoy atesoramos como recuerdo de sus días salvajes. Vale reconocer que hoy en día La Nena —su primer sobrenombre— es una señorona sensata y honorable, mas no obstante sus seis años de vida conserva un temple alegre y malandrín que en momentos la iguala con sus vástagos. La hemos visto parirlos y cuidarlos como se mira a un santo redivivo, por eso es natural que hasta la fecha a todos nos controle con la sabiduría de una gran matrona. ¿Regañarla? Ni en broma, a estas alturas. No recuerdo a otro miembro de su especie que me impusiera semejante respeto.
Ludovico es un monstruo de bondad. Ecuánime, sensato y a ratos caprichudo, amén de proyectar la sombra de un gran oso tiene el porte y carácter prototípicos del gigante de los Pirineos. No mendiga cariño ni atención; los exige con topes y zarpazos, y a menudo nos deja rasguños en las cuatro extremidades, que luego presumimos cual si fuesen un ósculo de Nicole Kidman. Sus hermanos, Teodoro y Carolina –gemelitos, solíamos decirles, por su admirable semejanza física– son ciertamente espíritus dispares: él es cónsul activo del amor y haría cualquier cosa antes que escatimarlo (ahora mismo lo tengo encaramado y no le pego un grito sólo porque me consta que es hipersensible); ella, en cambio, es gruñona y absorbente, pero asimismo tiene vocación de enfermera: nos basta una jaqueca para tenerla a un lado, vigilante y querúbica.
Con Gerónimo tengo algunos problemas. Es quizás el más guapo de los cinco, y yo diría que lo tiene claro. ¿Será quizá por ello que es tan voluntarioso como malmandado y suele castigar nuestras ausencias dejando un monumento al mojón en mitad de la sala? Malcriado desde siempre por su nana Cassandra, terminaron los dos amancebados, y eso a cualquiera le envanecería. Según Adriana, somos muy parecidos: de ahí tanta pasión entre los dos.
¿Cómo más los distingo? Podría pasar horas explicándolo. Básteme con decir que gracias a ellos sé que en este mundo a ratos agreste y desafecto nadie es igual a nadie, si es que osamos estar lo suficientemente cerca para descubrirlo.
Este artículo fue publicado en Milenio el 16 de marzo de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.