Hablamos de costumbres decimonónicas con el desprecio que merecería lo que es groseramente inoperante. La idea de vivir en otro siglo remite a la más rancia fantasía y ello tiende a agravarse en la medida que la tecnología nos distancia de tiempos en teoría recientes, y no obstante risibles como aquel artefacto ya inservible que poco tiempo atrás nos deslumbró. Nada, en este sentido, ha envejecido tanto como el siglo XX: ese anteayer decrépito donde aún quedaba tiempo para la aburrición.
“Novecentistas”, denominan algunos las actitudes propias del siglo anterior. Hay también quien las llama “sigloveintescas”, si bien el diccionario nada dice al respecto. A casi cuatro lustros del cambio de centuria, esta carencia peca de sintomática: son legión quienes viven en el siglo pasado y esperan del actual cierta continuidad inopinada.
Grande es la desmemoria, para colmo, de modo que al pasado se le juzga de acuerdo a una nostalgia querendona repleta de carencias, esas sí muy vigentes aunque también tramposas, como toda nostalgia futurista. Saturado el presente de versiones diversas de una historia que a pocos les importa, es fácil deformarla al gusto del usuario y asomarse al pasado más siniestro con los ojos románticos de un solterón ganoso.
Laurence Debray nació en 1976, mas para fines prácticos resulta una mujer del siglo XXI. Cosa muy complicada cuando tus padres son representantes de una épica convertida en cenizas, mismas que has de arrastrar a lo largo de una autobiografía que los desnuda a espaldas de la misericordia: Hija de revolucionarios, testimonio implacable del narcisismo díscolo que de pronto se esconde tras la careta impávida de las buenas conciencias.
Laurence mira hacia atrás y encuentra que sus padres han cumplido el ritual del compromiso en la Cuba de los años sesenta con la holgura de un huésped del Club Med. Ninguno de los cientos de invitados a gozar de los anchos privilegios que brinda a sus aliados la Revolución parece preguntarse cómo es que sobreviven los locales: ese mentado pueblo sometido a estrecheces y tutelas de las que mal podrían quejarse quienes pagan su estancia con lisonjas, consignas y ovaciones. Y tampoco es que al padre –Régis Debray, intelectual con aura guerrillera por gracia de su aliado, el Che Guevara– le acomode hablar de ello. “Mantener vivo el mito”, observa la autobiógrafa, “conlleva forzosamente algunas amnesias voluntarias.”
La niñez de Laurence transcurre como una calamidad para quienes ya están muy ocupados salvando a la distancia al Tercer Mundo y sólo encuentran tiempo para tratar sus temas acuciantes. “Menuda idea tener una hija con un intelectual francés, tan inconstante, frívolo y tacaño, al que ni siquiera la mala experiencia de la cárcel había hecho madurar”, se duele la heredera del amigo de Castro y Mitterrand y rasca aún más hondo: “Mi padre jamás pondría los pies en un arenero para jugar. No tenía imaginación ni fantasía. Era un negado para la vida, incapaz de recuperar su parte de infancia.”
Predicar, dividir, esconder, conspirar: tal solía ser el pan de cada día de unos padres unidos por causas claramente extrafamiliares, cuya mayor certeza era una superioridad intelectual que los ponía del lado correcto de la Historia. Ante el fariseísmo que inevitablemente la rodea, la niña va aprendiendo a desconfiar de los portavoces de los desheredados, “aquellos cuya única y fructuosa manera de ganarse el pan es la desgracia de los demás”.
No sopesa uno a sus antepasados sin enjuiciar el tiempo del que fueron producto. Ya en el siglo XXI Laurence, hija de francés y venezolana, recuerda a un Hugo Chávez pleno de certidumbres tan decrépitas como aquellos fantasmas que pueblan su memoria, y concluye que sería necesario poner una etiqueta a ciertos políticos que dijera “caduca a partir del año 2000”.
Este artículo fue publicado en Milenio el 09 de marzo de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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