De niño, uno solía estremecerse cuando oía hablar de algún “pueblo sin ley”, o lo veía en un western polvoriento donde la vida valía una bicoca y a los poco frecuentes visitantes se les aconsejaba seguir su camino, si no querían terminar su aventura pasando lista en el panteón local. No era, por supuesto, que en el poblado faltaran las leyes, sino que no había forma de aplicar otra que la del fuerte, y éste ni por error vestía uniforme.
Recuerdo que mi abuela me hablaba, entre la sorna y el miramiento, de barrios citadinos cuyos diestros ladrones le sustraían a uno los calcetines sin para ello quitarle los zapatos. Sitios donde los mismos policías se negaban a entrar, más que nada por miedo a no salir. Supongo que había en ello cierta exageración folletinesca, si entonces la noticia de un asalto era efectivamente una noticia y aun el policía más corrompido se hacía respetar entre los malvivientes.
Hoy día no hace falta ver un western para asistir a una ciudad, y de hecho a un país, que subsiste de espaldas a la legalidad. Pues si a la policía se le respeta poco en estos tiempos —tanto que con frecuencia se les agrede si osan cumplir con su deber– aun menos obediencia inspiran esos tristes renglones olvidados a los que ingenuamente llamamos leyes. No hay sino que mirar alrededor para hacerse una idea de su inoperancia, ya que aquí cada quien comienza por regir sus acciones de acuerdo con la antigua ley del embudo, rica en prerrogativas para uno y obligaciones para los demás.
Nuestras leyes se entienden a partir de una lista de excepciones a las que cada quien se concede un derecho inalienable, pues antes que aceptar ser juzgado de acuerdo a sus estrictas cláusulas, le compete juzgar si acaso éstas son justas y decentes y deben aplicársele sin más. Se entiende, por ejemplo, que no es la misma cosa violar el reglamento de tránsito a bordo un vehículo de dos ruedas que sobre uno de cuatro. “¿Qué tanto es un tantito?”, se excusa airadamente cada quien y reclama su sacro derecho a la excepción, ahí donde no queda ya regla que valga y una pequeña falta administrativa supone un precio idéntico al de un multihomicidio. Es decir, ningún precio, y háganle como quieran.
Las estadísticas pecan de espeluznantes, aunque al cabo no pasan de ser números y a esos se les suprime de un bostezo. Hay quien habla de ejemplos positivos, como si fueran éstos los que cunden. La realidad es que el ratero roba y el asesino mata porque ya la experiencia les confirma que nada va a pasarles. En lo que a ellos respecta, la luz del mundo está siempre apagada y pueden excederse cuanto se les antoje, en la certeza de los miles de excepciones que premian a su gremio con toda clase de salvoconductos en contra de esas leyes fantasmales que valen poco menos que sorbete.
Si uno osa sugerir al conductor de alguna bicicleta que tome su derecha o respete el sentido de la calle, lo probable es que aquél le propine una lluvia de insultos furibundos. Y si esto hace un ciclista inofensivo ante la obligación –según él vejatoria– de ajustarse a una mínima civilidad, imaginemos los recursos extremos de que disfruta un asaltante al mando de una moto sin placas. Lo cierto es que a él tampoco le acomodan las leyes, como no sea para reírse de ellas y de los pocos cándidos que todavía sueñan con verlas funcionar.
Mientras algunos siguen preguntándose qué tan buenas o malas son las leyes vigentes y quiénes deberían acatarlas, se sabe que donde antes robaban calcetines hoy se rocía plomo sin esperar siquiera a que anochezca. Somos los habitantes de ese pueblo sin ley donde la muerte acecha en cada esquina y nada hay más normal que el desdén por la norma. Y si alguien aún insiste en el cuento vetusto de que la ley le ampara, ya sabe la respuesta: Hágale como quiera.
Este artículo fue publicado en Milenio el 02 de marzo de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.