Hace unos pocos años que mi amigo Santiago Roncagliolo coincidió en una fiesta con la célebre Bianca Pérez-Mora, conocida mejor por el apellido de quien fuera su esposo hasta hace 40 años: el glamuroso cantante Mick Jagger. Súbitamente a solas con la mujer, presa de esa cosquilla que provoca el silencio entre quienes recién han sido presentados, no encontró el ingenioso novelista peruano mejor manera de romper el hielo que preguntar sin más por la familia:
—¿Y qué cuenta Mick? —disparó el despistado, con una candidez insuficiente para evitar que la ex señora Jagger huyera de la escena en ese instante.
En sus momentos menos fotogénicos, el precio de la fama consiste en asumir equivocadamente que todo el mundo sabe quién es uno y cómo va su vida. Roncagliolo, a todo esto, recién había celebrado su tercer cumpleaños cuando Bianca pidió el divorcio a Mick, nunca ha perdido el sueño por los Rolling Stones y bien podría alegar que no tiene la culpa de que la señora se niegue a ser de nuevo Bianca Pérez; aunque igual el bochorno sigue ahí, como un gorro tardío de Mickey Mouse. Quisiéramos ser siempre recordados por nuestras más conspicuas agudezas, pero no siempre son tan divertidas como una gran metida de pata de la cual no es posible culpar a nadie más.
Quienes nos dedicamos a la escritura tenemos el currículum rebosante de esta clase de anécdotas, y de la mayoría suele quedar constancia en un papel. Se cree que por el hecho de trabajar a su aire y con tiempo de sobra para cotejar está uno vacunado contra los dislates. Ojalá fuera así, pero el cerebro tiene sus vericuetos y con cierta frecuencia da por invisibles los tropiezos más espectaculares. Hace casi tres lustros que en estas mismas páginas se me ocurrió citar al entonces secretario general de la OEA, José Miguel Insulza. Revisé, como siempre, palabra por palabra, corrigiendo con minuciosidad todo aquello que encontré susceptible de ser mejorado, mas fue hasta el día siguiente, ya impresa la columna, que la burrada me saltó a la vista. ¿Quién diablos era “Luis Miguel Insulza”? Hoy todavía me come la vergüenza.
Fatalmente, las erratas más grandes son aquellas que ni de cerca lo aparentan. Tienen todo el sentido, a simple vista. Nada hay que las delate al ojo de quien busca un obvio despropósito y da por impecable su propia lucidez (peor todavía allí donde el coco trabaja automáticamente, como serían los datos que nos parecen más elementales). Pero no siempre vemos lo que vemos, sino lo que quisiéramos ver. Ocurre todo el tiempo, hasta en las discusiones donde unos y otros se tachan de miopes porque no ven las cosas desde el mismo ángulo. ¿O es que estamos a salvo de llenar algún cheque perentorio con la fecha de 1919? ¿Quién me dice que en estas mismas líneas no se asoma una falla garrafal? ¿Querría decir eso, a juzgar por el número de cejas levantadas, que he sido negligente, irresponsable, indigno de mi oficio y mi papel?
No he olvidado el anuncio de un famoso almacén que ofrecía en oferta un “sacaputas eléctrico”. Al día siguiente, a manera de acto de contrición, el dueño de la agencia de publicidad prohibió a sus redactores el empleo de las palabras “punto” y “punta”, cual si de esa manera quedaran vacunados contra la ignominia.
Lo cierto es que el ridículo a todos nos acecha y siempre encuentra la hora de emboscarnos. Cuando niños sufrimos por su causa –no se diga después, durante la sonrojada pubertad– y nunca faltará quien haga mofa pública de lo que uno quisiera eternamente oculto, aunque lo más grotesco y oprobioso no sea al fin el desbarre colosal, como la falta de sentido del humor para reivindicarlo como el simple mortal que viene uno a ser. ¿O es que existe relato más entrañable –y al cabo memorable, cómo no– que el de nuestros monstruosos desatinos?
Este artículo fue publicado en Milenio el 09 de febrero de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.