El problema de creerse dueño de la razón es que no se le puede atesorar y nada hay más sencillo que perderla. ¿Pues cómo no, si es demasiado amplia —amén de veleidosa, esquiva, líquida, escurridiza— para quedarse en un solo lugar? Aún más paradójico resulta que a menudo quien se jacta de poseerla entera no se ve ya obligado a razonar. Que es algo así como proclamarse campeón de algún deporte y negarse a pisar más una cancha. No hay zona de confort más engañosa que la de quien se asume impermeable al error, y por ende incapaz de mejoría.
No es que así nos lo digan —“yo nunca me equivoco”— sino que lo de hoy es hallar menoscabo moral e intelectual en la autocrítica. Se habla mucho de dientes para afuera, cuidando más la imagen proyectada que la autenticidad de las palabras, ahí donde cuanto pueda decirse ha de pedir permiso al qué dirán, como en una tertulia pueblerina que busca en la opinión de cada quien algún cumplido justo y necesario, so pena de ubicarle fuera de lo que el grueso de los presentes conviene en dar por cierto y razonable, atendiendo a un gentil pacto de estolidez en el sagrado nombre del decoro. “De ninguna manera”, parecen decretar, uno tras otro, “el imbécil soy yo”.
Cuenta Toni Nadal, tío y por muchos años entrenador del enjundioso Rafa, que una vez su sobrino iba perdiendo vergonzosamente contra otro adolescente menos dotado que él, hasta que se acercó a hacerle notar que muy probablemente se había quebrado el marco de su raqueta, y por eso sus tiros eran tan erráticos. Observación curiosamente certera, a la cual el tenista sólo pudo encontrar una explicación válida: tan habituado estaba a culparse por todas sus insuficiencias que no osó maliciar que fuera un desperfecto en la raqueta lo que le hacía perder. Es decir que donde otros buscaban los pretextos, el campeón de quince años sólo tenía a su sombra para reclamarle. El tío Toni lo expresa en una línea: “Nunca una excusa nos hizo ganar un partido”.
Los argumentos frágiles siempre tienen coartadas a la mano para justificar su inoperancia. Cosas que uno supone, de pequeño, suficientes para sacarle del aprieto y ahorrarle la vergüenza o el precio del error. ¿Dónde se oculta ese pudor tan cándido para llegar con vida hasta la madurez? No lo busquemos en la inteligencia, facultad para entonces somnolienta que cede su lugar a la víscera necia del orgullo. Soberbia y agudeza son cosas tan distintas que quienes las confunden se exponen a un ridículo espectacular, aun y en especial si lo niegan con gritos destemplados. ¿Quién sino la estulticia reclama para sí tanta ufanía?
Es de beatos el miedo a titubear. Las certezas de hierro se miran agraviadas cuando se las degrada al rango de opinión, y así lo que era cielo protector amenaza tornarse sombrilla desechable. Una afrenta mayor en tiempos de verdades relativas, adaptables al gusto del usuario y repelentes a más realidad que la que estrictamente le acomode. Se posee la razón a modo de atributo subjetivo del que nadie nos puede despojar, aunque su ausencia peque de evidente y nos ubique ya entre la minoría aplastante de los lunáticos.
El miedo a equivocarse, o siquiera lucir equivocado, es el mayor antídoto del crecimiento. Sobrestimamos el valor del éxito, por sí mismo incapaz de brindar enseñanzas estimables, y ocultamos la huella ejemplar del error cual si fuese motivo de bochorno. Una manía de suyo trastornada que se entiende en los niños, por cuanto la inocencia les exime de hacerse responsables de sus actos, si bien en un adulto delata infantilismo y deshonestidad, por no hablar de complejos que deberían tratarse en un diván. Nadie puede aspirar a poseer la razón, y menos todavía a conservarla si esquiva las lecciones del fracaso como el chamaco mustio que chilla “yo no fui”.
Este artículo fue publicado en Milenio el 02 de febrero de 2019, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.