Contra lo que suponen los irreflexivos, “inteligente” y “listo” no son la misma cosa. Tiende a creerse el listo inteligente sólo porque aprovecha una oportunidad que “habría que ser bruto” para dejar pasar. No es que lo piense mucho, ni que lo haya planeado, sino que está ahí listo para sacar ventaja del instante y encuentra que es tan fácil como bolsear a un muerto. Por eso no se siente un criminal, ni acepta ser medido con la misma vara. ¿O es acaso que el muerto va a extrañar su dinero?
Se mira con ojos más indulgentes al abusivo que al estafador, sobre todo si aquél jamás se lo propuso y pretendió que no se daba cuenta de la barbaridad que estaba haciendo. ¿Pero de qué demonios le serviría a la víctima saber que fue vejada sin toda-la-intención (nomás tantita)? ¿En algo me compensa que el ladrón de mis bienes fuese un oportunista y no un profesional? ¿Ha de ser la inconsciencia un atenuante?
El listo jamás mide consecuencias porque su recompensa consiste en no pagarlas. Se pavonea entonces de la astucia que a su entender le ubica un paso más allá de sus congéneres. Si ellos temen correr un riesgo innecesario, él ya sabe que nada ocurrirá porque para eso es listo entre tantos estúpidos. Tal vez nunca me saque la cartera, pero si ésta se cae de mi bolsillo lo probable es que espere a que me vaya, la levante del suelo disimuladamente y se aleje chiflando en homenaje a su buena fortuna.
No siempre, sin embargo, la víctima está cerca o a la vista, ni parece por tanto criminal la conducta del pasado de listo. ¿Quién se siente maleante por comprar unas cuantas películas piratas? Las ofrecen por miles en toda la ciudad, y hay hasta quienes hallan en ese tráfico una suerte de justicia poética. “Pago lo justo”, alegan, con cierta picardía socarrona, y opinan que el pirata termina realizando alguna especie de “labor social”. ¿Qué más le da, por fin, a su buena conciencia que muchos invisibles se queden sin trabajo por toda esa rapiña de altruismo tan dudoso?
Al pasado de listo se le olvida, por cierto, que siempre suele haber otro más listo. Más poderoso, aparte, y muy probablemente menos compasivo. Alguien que vio la misma oportunidad y resolvió explotarla a gran escala. Gente con experiencia bandolera y medios abundantes a su alcance. Se sabe que el negocio de la piratería no está en manos de pobres infelices que delinquen para matar el hambre, sino que forma parte de una siniestra industria criminal que por igual trafica, chantajea, secuestra y asesina. Son ellos, los maleantes consumados que a lo lejos seducen a los cándidos, quienes ganan con mercancía pirata, drogas y huachicol; los demás –clientes suyos o no– somos todos sus víctimas.
Me parece francamente monstruoso aquel juicio ligero según el cual quien va y saca provecho de un derrame eventual de gasolina “se merece” la muerte entre las llamas; si bien tal es la clase de peligro que el pasado de listo no suele aquilatar. No se ganan su muerte quienes juegan con fuego, pero es claro que están apostando la vida y se hacen responsables por los riesgos, aun si estos parecen irrisorios. ¿Y a qué le apuesta el pasado de vivo, sino a salir impune (y por supuesto ileso) de su breve aventura?
Es tarde para hacerse el inocente. Muchos hemos estado alguna vez del lado de los listos y no por ello fuimos reprendidos. Habrá quienes aduzcan que se han visto forzados por la necesidad, mas eso sería tanto como legitimar el bandidaje y pitorrearse de la gente honesta que no por ser humilde tiene las uñas largas. No es la necesidad, sino la impunidad, lo que invita a pasarse de la raya: esa certeza pútrida según la cual lo chueco está derecho si nadie se da cuenta y no hay quien te lo cobre, aunque a la postre todos lo paguemos.
Este artículo fue publicado en Milenio el 26 de enero de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.