Había una vez un lugareño ufano que asistió al espectáculo de un famoso ventrílocuo que acostumbraba hacer mofa de las ciudades donde se presentaba, a través del muñeco al que prestaba voz. Luego de varios chistes a costillas del público local, el hombre alzó la voz para poner un alto a la chacota. “¿Quién diablos se cree usted para venir a ridiculizarnos?”, reclamó el pueblerino airadamente, a lo cual el ventrílocuo le invitó a ejercitar la tolerancia, en nombre del sentido del humor. “Usted ni se entrometa”, respingó el ofendido, “¿no ve que estoy hablando con el muñeco?”.
Uno de los preceptos de la ventriloquía consiste en mantener al monigote varios centímetros por delante de uno, de modo que sea él, nunca el ventrílocuo, quien desempeñe el papel estelar. Presa de esta ilusión deliberada, al público termina por importarle poco cuánto mueva los labios el ejecutante, y éste a su vez se escudará en el personaje para soltar ciertas barbaridades por las que nadie habrá de incriminarle. “Yo no fui, fue el muñeco”, dice a través de un gesto de sorpresa y nosotros elegimos creerle, aun cuando la verdad se pase de evidente.
Hay gente que se asusta cuando mira de frente a uno de estos muñecos, en parte porque Hollywood ha abusado del tema, pero lo más curioso sigue siendo la impunidad que suele concederse a quien presta su voz al monigote. Ocurre todo el tiempo, unos dicen las cosas en la sombra y otros deben salir a dar la cara. Veamos, por ejemplo, a Nicolás Maduro: cuesta creer que un hombre de genio tan exiguo sea capaz de urdir un par de ideas propias, menos aún juntarlas y exponerlas. De hecho, como muñeco es un fracaso. Da risa, en todo caso, contra la voluntad de aquel ventrílocuo al que la gente no quiere mirar, quizá porque está muerto con todo y barbas.
La tragedia del supuesto hombre fuerte de Venezuela consiste en ser secuela de un acto que jamás podrá igualar, así montara un circo de pajaritos. En plan de monigote, Hugo Chávez no tenía paralelo. Hablaba infinidad de barbaridades, si bien con una gracia natural que atraía numerosas simpatías por su locuacidad desenfrenada. Se le veía bromear, cantar y declamar sin el mínimo temor al ridículo, para serenidad del astuto ventrílocuo que solía darle cuerda desde la penumbra. ¿O es que el público atónito –fascinado o furioso, eso daba lo mismo– solía hacerse cargo del trabajo finísimo de Fidel Castro, parapetado atrás del monigote?
Para ser dictador, Maduro es una triste marioneta. Tiene el país tomado por espías cubanos y médicos esclavos habilitados para el chivatazo, amén de una legión de narcos y gorilas cuya lealtad mafiosa descansa nada más que en el horror a ver llegar la cuenta de sus tropelías. Nada de cuanto dice y gesticula, con el tono inflamado de una solemnidad que da vergüenza ajena, conserva el menor vínculo con la realidad, que le va muchas leguas por delante y tiene el terco tufo de tragedia que remite a las sombras de un genocidio mal disimulado. Cada vez que decreta un magnánimo aumento del salario mínimo, entre eufemismos huecos y triunfalistas, se le ve corretear a la inflación igual que a un autobús en estampida. Nada que haga reír, a estas honduras.
Debe de ser penoso y alarmante asistir a ese show desde el rancio pellejo de Raúl Castro, que nunca supo mucho de ventriloquía y ha de llenar las botas del espectro cuyos labios se mueven a modo de holograma, mientras allá a lo lejos, donde un minisalario alcanza para kilo y medio de pollo y cada sanatorio semeja un cementerio, el muñeco se aferra al escenario con el donaire de un sepulturero. Se acabaron los chistes, sólo quedan mentiras y calumnias al vuelo, pero el público sigue sin mirar a La Habana: tal es el privilegio del ventrílocuo.
Este artículo fue publicado en Milenio el 19 de enero de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.