Frío mortal

Estoy vestida con botas tipo Uggs, playera térmica, suéter, bufanda y guantes mientras empiezo a redactar este primer párrafo. Mis manos tienen calor porque para empezar a teclear me hice un chocolate caliente y lo detuve unos 5 minutos para recuperar la movilidad de mis dedos.

Ahora quisiera presumirles de mi ubicación exótica (claramente rodeada de un clima invernal y extremadamente frío) en la que probablemente estoy vacacionando, pero la realidad es que estoy en la Ciudad de México. No, no estoy en el Ajusco, ni en Santa Fe, estoy adentro, de mi casa.

Lo he dicho muchas veces, mi refri, perdón mi departamento es un refrigerador. Claro que exageraba, pero la vida es curiosa y traviesa y mis afirmaciones se han vuelto realidad (bien dicen que uno tenga cuidado con aquello que dice). Pero hoy, mientras sacaba lo que necesitaba del refri para preparar mi comida, lo sentí. Sentí esa extraña sensación con la cual no distinguía la diferencia entre la temperatura del medio ambiente con la de adentro del refrigerador.

Hace un año estaría azotada, quejándome y conteniendo las lágrimas por miedo a que se convirtieran en escarcha sobre mis cachetes de hielo. Pero hoy no. Hoy estoy feliz, manteniéndome activa, moviéndome antes de petrificarme y quedar con brazitos de rama y nariz de zanahoria. Tomo mis precauciones y vivo al extremo. Por ejemplo: cuando hago un té me fijo en que el agua hierva locamente, lo sirvo y me lo tomo, aunque me queme la lengua. Sé que si no lo hago así estaré tomando té helado en cuestión de minutos y no se trata de eso. Más vale un esófago tatemado que una bebida fría.

Además de que me he vuelto muy creativa. He aprendido a envolverme como momia térmica, a abrir las ventanas y dejar entrar aire caliente y a comer en exceso para mantenerme calientita con la grasa de mi propio cuerpo.

Y la otra cosa es que dejé de auto compadecerme el otro día cuando me contaban las penurias que se tenían que sobre llevar hace unos 50 años. Dice mi mamá que se me olvida cómo eran las cosas antes y cómo vivía la gente. Le contesté que tengo 32 años y que estaba medio difícil saberlo, pero tuve la fortuna de que me lo contaran. Inviernos en Europa en los que a los niños de primaria no se les permitía usar pantalones a la escuela, sólo shorts y calcetines que combinaban a la perfección con las piernitas azules de sus portadores. Sábanas húmedas de frío, casas sin calefacción en temperaturas bajo cero.

Así que hoy doy gracias. Doy gracias por mi departamento divino, aunque gélido (tal vez el frío funcione mejor que cualquier crema antiarrugas) en el que, si dejo afuera el queso sé que va a estar bien el tiempo que esté afuera, porque afuera y adentro es lo mismo.

Saludos desde mi igloo hogar,

La Citadina.

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