La mujer se pasaba de notoria, no tanto porque fuera en sí atractiva como por el atuendo centelleante, la melena dorada y un acento extranjero más bien inconsistente que se esmeraba en hacer resonar. Llegó hasta nuestra mesa como quien hace su entrada en un yate y se nos presentó como una influencer. Así, sin más detalles.
Dos minutos más tarde, ya ubicada en su rol de persona modélica, procedió la señora de marras a quejarse, con lujo de ademanes y aspavientos, por el uso excesivo y desatento que en estos tiempos se hace del teléfono móvil, especialmente en eventos sociales como el que aquella noche nos reunía. Una vez cosechado el consenso al respecto, encendió el celular para ya no soltarlo mientras duró la cena. ¿Y qué iba uno a decir, si era claro que en su absorbente oficio no había sitio para una pausa mínima?
La palabra no existe en español, pero esa es otra de sus grandes ventajas. Se asume que el influencer es persona de mundo y se halla a la vanguardia de sus seguidores: un tumulto hipotético cuya virtud estriba en el puro factor cuantitativo. No se exige, a todo esto, que tenga algún talento en especial, ni es preciso que opine con cierta consistencia, ni se espera que sepa gran cosa de lo que habla, sino exclusivamente que encuentre la manera de hacerse notar (y entonces admirar, emular, viralizar).
Dar la pinta de influencer, y nada más que influencer, puede ser tan sencillo como hacerse con un perfil más o menos creíble y comprar seguidores por millares. Abundan las empresas que a eso se dedican y los ofrecen reales o virtuales, según lo que el influencer en potencia quiera pagar por su nuevo rebaño. Eso sí, una cosa es que te sigan y otra muy diferente que te aplaudan. Cinco mil seguidores en Instagram o Twitter se cotizan en menos de cuarenta dólares, pero hace falta pagar otro tanto para que le den like a alguna –pero nada más una– de tus publicaciones.
No es fácil, por supuesto, que una genuina marca comercial dé su respaldo a un influencer espurio, de manera que varios simulan disponer de una buena cartera de patrocinadores, hasta que algún gerente de mercadotecnia caiga en la trampa y brinde solidez a lo que era hasta entonces pantomima. Es cada vez más simple y menos caro echar a andar montajes fraudulentos a partir de ficciones digitales carentes de toda autenticidad e inmunes a la verificación, ahí donde cualquier advenedizo puede ser admirado e imitado por legiones de anónimos estólidos, sin el menor asomo de merecimiento. Peor aún: sin siquiera verosimilitud.
En épocas pretéritas, “influyente” era aquél que presumía de tener preeminencia en las altas esferas del poder. Hoy en día, las influencias que cuentan tienen que ver con dejar pronta huella entre una masa ciega a la sutileza que deriva su orgullo del asentimiento y aguanta mal el peso de la duda. ¿Para qué fatigarte en discernir a solas cuando otros más conspicuos ya lo han hecho por ti?
No es asunto de ideas, como de identidades. Poco importa si quienes nos influyen dicen hoy una cosa y mañana sostienen justamente lo opuesto. Se trata de seguirles a partir de un dictado emocional donde no hay mejor juicio que el antojo ni gurú más certero que la superstición. Como todo impostor en busca de respeto, el influencer carente de atributos se apoya nada más que en el aplomo, con esa cara dura de quien se sabe antípoda de los expertos y procura evitar su cercanía, no sea que en un descuido nos asomemos a su desnudez.
Es usual que se jacten de practicar el yoga, la meditación o alguna actividad teóricamente altruista que añada lustre a su éxito presunto, y tampoco sorprende que incluso alguno de ellos esté al mando del Kremlin o la Casa Blanca. La gracia está en que nada sea verdad, ni tenga peso alguno, ni falle en persuadir de lo contrario.
Este artículo fue publicado en Milenio el 22 de diciembre de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.