En estos tiempos de alta crispación, muy pocos ejercicios hay tan desatendidos –y al propio tan reveladores– como el de acomodarse en el pellejo ajeno. Un esfuerzo impensable, no bien toman las vísceras el control del cerebro y se borran los límites entre ofensa y defensa. Tiene uno la razón, eso es seguro, y por si queda duda se apresura a perderla de inmediato. Me explico: el horizonte bulle de suicidas convencidos de que soy asesino.
Motociclistas y automovilistas rara vez alcanzamos a mirarnos las caras, pero traemos el insulto a flor de labio. Viajo, es cierto, protegido por una poderosa armazón que me permite verlos desde arriba, a través de cristales polarizados que muy probablemente me deshumanizan, pero ello no me libra de venir con el alma en un hilo. Nunca he arrollado a uno, y sin embargo estuve ya tan cerca, en tantas ocasiones, que atribuyo mi suerte a una racha benigna cuya caducidad me da por temer próxima.
Nadie que haya volado al mando de un manubrio desconoce la sensación de libertad que los volantes rara vez permiten. Por años recorrí la ciudad a lomos de una moto incontenible, dando por hecho que los conductores de esas horribles cajas de cuatro ruedas eran todos idiotas y malvados a los que más valía dejar atrás, de modo que abusé hasta donde pude de las prerrogativas de esa libertad. Si ellos iban a veinte kilómetros por hora, yo podía rebasarlos a más del triple de esa velocidad, con el ímpetu propio de quien sume los dedos en el control remoto de un videojuego. ¿Qué si era buen piloto? ¡Pero por supuesto! ¿Alguien sabe de un cafre desbocado que no esté convencido de sus habilidades?
Según las estadísticas, el índice de muertes en motocicleta es 35 veces más alto que el de los automóviles. Si sumamos a ello la proliferación de nuevos motociclistas en los últimos años y su escasa observancia de cualquier cosa semejante a una regla de tránsito, las posibilidades son espeluznantes. Recuerdo que el manual de mi Suzuki contenía una sección de consejos de seguridad, entre los cuales figuraban dos que hoy en día ya a nadie parecen preocupar: ir identificando peligros potenciales y evitar ubicarse a la derecha de carros y camiones, específicamente en la parte trasera, que es donde el conductor no alcanza a ver. ¿Pero hoy quién se preocupa por los puntos ciegos, si el del manubrio asume que sólo el del volante –culpable por defecto– está obligado ejercer la prudencia?
Entiende uno la audacia, no así la estupidez y la soberbia. Basta con invitar al kamikaze a fijarse en lo que hace para que éste prorrumpa en amenazas y mentadas de madre. No falta el que patea la carrocería y acto seguido escapa de la escena, en la certeza de una impunidad que encuentra merecida, como el niño abusivo que le escupe al payaso a sabiendas de que éste no podrá responderle con un coscorrón.
Nunca fue tan sencillo, y menos tan barato, hacerse con una motocicleta. Para colmo, es muy fácil conducirlas, aunque casi imposible dominarlas, pues para ello haría falta controlar el total de las variables, allí donde ni el tráfico pesado alcanza a poner límite al denuedo. Siempre es posible ir un poco más rápido, rara vez hay un hueco lo bastante estrecho para que sea imposible atravesarlo y no aparece un agente con los medios, el interés y la temeridad para ir tras el loco de la moto. Son legión, además: no hay cómo controlarlos. Nada de raro tiene que tantos asaltantes se sientan protegidos en dos ruedas, sin placas y con casco: anónimos libérrimos.
No diré que de pronto no me dan envidia, pero en tiempos recientes suelen ser más los sustos y la bilis. Me pongo en el pellejo de esos jinetes diestros que sí saben lo que hacen y me espanta que vayan tan campantes, entre tantos suicidas decididos a convertirlo a uno en criminal.
Este artículo fue publicado en Milenio el 08 de diciembre de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.