No sé hacia dónde vaya este autobús, pero hasta donde veo puede ir encaminado a cualquier parte. De rato en rato, el chofer solicita a un par de pasajeros que opinen al llegar a una bifurcación, si bien cuando ellos hablan es muy tarde porque él ya decidió torcer hacia donde asegura que nos irá mejor. Me queda la impresión, en todo caso, de que en su imperturbable ensimismamiento no nos ve, ni nos oye.
Ya sé que mi opinión apenas suena, tomando en cuenta que los de adelante no han parado de echar hurras al conductor, pero temo que vamos demasiado rápido. Algunos hasta amagan con bajarse, pero quién va a intentarlo, a esta velocidad. Otros, más cautelosos, recuerdan al chofer los límites impresos en los señalamientos, mas sus admiradores aseguran, con una mueca airada y retadora, que no tenemos por qué someternos a las reglas de nadie, cuantimenos las de la carretera y acaso ni siquiera las de la gravedad, puesto que somos libres y soberanos y ningún expertucho sabe más que nosotros.
“El pasaje decide”, nos repite el chofer, y ya sus hinchas gritan con entusiasmo tal que se diría que van viajando solos. Cabría, pese a todo, preguntarse por qué tomamos los caminos menos asfaltados, en lugar de las anchas carreteras por las que hemos pagado previamente, aunque aquí sólo cuentan las preguntas que el chofer y los suyos juzgaron oportunas: ¿Queremos irnos hacia el fondo de un barranco? ¿Nos gustaría arribar a un destino espantoso? ¿Debería el autobús estrellarse de frente contra un poste? Si la respuesta es ”no”, más nos vale callarnos y confiar en la ruta trazada por quien jura saber lo que más nos conviene.
Somos libres, nos dicen, de expresar opiniones personales, tanto como el chofer es libre de ignorarlas, aunque es verdad que a veces les concede la atención suficiente para satirizarlas. Los de adelante entonces hacen eco de cada uno de sus malos chistes y nos lanzan miradas regañonas, como quien trata con un niño berrinchudo. Y puede que eso sea lo más desconcertante: tanto perorar sobre la libertad y la soberanía para acabar tratándote como a un menor de edad. ¿Será que hablamos de mi libertad o de la de ellos para sojuzgarla?
No es la primera vez que viajo así. Ya otras veces nos vimos a merced de una voluntad férrea e incontestable que insistía en lo recto de sus fines, a pesar de los medios retorcidos que de acuerdo a sus cálculos nos llevarían allá: caminos empedrados y sinuosos que el discurso imperante hallaba inmejorables y el clamor consecuente iluminados. Todo para acabar dando tumbos camino al precipicio y echándole la culpa a la tormenta. No digo que ahora mismo vayamos hacia allá, pero de cuando en cuando alcanzo a ver otro de esos camiones cargados de cerditos cuyo destino atroz para nadie es misterio (tanto así que cualquier optimismo al respecto sería vil humor negro) y no puedo evitar un par de escalofríos ominosos.
Sería reconfortante dar por buenas las palabras de aliento del conductor, si éstas no fueran cada vez distintas, amén de acomodarse a las expectativas de quienes las escuchan. ¿Quién me asegura que sabe lo que hace, cuando se contradice a cada tanto y afirma que no dijo cuanto le oí decir? ¿Tendría que apostar, sólo porque aquí vengo y no queda otra opción, en contra del dictado de la lógica, como el enamorado testarudo que no ve más allá de sus certezas? ¿De qué me serviría poder decir después que encontraba inminente la volcadura, si a la soberbia de hoy no la remediará la de mañana?
Sé que mi escepticismo es antipático a los ojos del público aquiescente, pero hay tantos boquetes en cada nuevo atajo que encuentro en la alegría colectiva un preludio del sálvese-quien-pueda. “Ojalá me equivoque”, se dice en estos casos, sin aparente huella de humor negro.
Este artículo fue publicado en Milenio el 1ero de diciembre de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.