Escribo estas palabras todavía en Día de Muertos. Tienen que ver con dos buenos amigos, colegas entre sí y absurdos adversarios mientras vivieron, que no fue mucho tiempo. Nunca se conocieron, que yo sepa, pero sabían el uno del otro, siempre desde trincheras enfrentadas.
Uno de ellos se dio a conocer por su segundo nombre –“Jerónimo”, firmaba sus caricaturas– y el otro hizo famoso su apellido paterno –“Ahumada”, rubricaba las suyas, por su parte–. Vayamos, pues, por partes.
Conocí a Luis Jerónimo Martínez en la preparatoria. Iba arriba de mí, si bien gustaba de hacer bromas infantiles y había conseguido, a los 17 años, ser caricaturista de El Heraldo. Lo encontraba algo ñoño, por entonces, aunque al paso del tiempo le fui tomando un aprecio especial, al calor de las noches de póquer que sus ex compañeros organizaban. Una vez me atreví a preguntarle, empujado por cierta antipatía que solía producirme su periódico, por qué no se mudaba a Unomásuno, en aras del prestigio intelectual. “Nunca me aceptarían”, soltó la carcajada, “porque no odio bastante a los empresarios”.
Manuel Ahumada era un tipo estupendo. Nos topamos en un periódico rockero, empujados por aficiones afines y unidos por un mismo sentido del humor. Pasábamos las horas escuchando casetes, dentro del coche, al tiempo que soñábamos con utopías simplonas que parecían justas y necesarias. Algún día, cuando él ya era una estrella del Más o menos, suplemento monero de Unomásuno, se me ocurrió invitarlo a conocer al bueno de Jerónimo –un pan de Dios, eso sí que me consta–, pero no bien oyó la referencia se apuró a interrumpirme, presa de un automático estupor: “¡No me jodas, ese es un reaccionario!”.
El humor de Jerónimo –quien publicaba a diario sus cartones, al lado del famoso Paco Calderón– era fino y punzante, aun si en esos años no concordaba mucho con el mío. Ahumada era proclive a escarbar entre el lumpen callejero para mejor nutrir a su Chimino: aquel sobreviviente citadino de cuyas aventuras dejaba testimonio desternillante. Ambos eran valientes, obstinados y lúcidos, y así como los años me llevaron a renegar de Sartre y abrazar a Camus, fui hallando coincidencias donde había diferencias, y viceversa, en las ideas de uno y otro amigo.
La última vez que supe de Luis Jerónimo, había cometido la temeridad de confesar delante de sus viejos cuates preferencias sexuales que aún entonces llevaban a la exclusión social. Supe luego, a mitad de los años 90, que había muerto a los 34 años.
Nunca más volví a ver a Manuel desde que me entregó la ilustración que yo le había pedido para la portada de mi primer libro, misma que el editor y yo encontramos innecesariamente sórdida. Testarudo como era, no me lo perdonó. Muchos años más tarde, en 2014, murió de un sorpresivo paro respiratorio.
Absurdos adversarios, insistiré en llamarles, a la luz de sus muertes prematuras y el escaso sentido de sus diferencias. Supongo que hasta hoy, de seguir vivos, estarían en polos irreconciliables, aun siendo los dos bellísimas personas de cuya integridad nunca cupo dudar, porque eran de una pieza y ostentaban talentos suficientes para brillar sin tener que vender sus convicciones.
Ahora que la muerte los iguala, los ideales disímbolos de Manolo y Luisito parecen poca cosa desde el respeto que uno y otro me merecen. No dejo de pensar que, convicciones aparte, tendrían que haber sido buenos amigos, o por lo menos leales adversarios. Miro en torno, a finales de 2018, y encuentro un horizonte de enemigos gratuitos que se odian y denuestan por causas lo bastante pequeñas como para calificar como idioteces. ¿Habrá, pues, que esperar a que venga la muerte para emparejarnos, o es que la vida alcanza para entendernos? Perdón que sea tan ñoño, pero tengo esa duda en pleno Día de Muertos.
Este artículo fue publicado en Milenio el 03 de noviembre de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.