Tiempos de castración

Hace algunas semanas, cuando se ventilaba en las redes sociales el pintoresco asunto de la Comisión de Cultura y los legisladores que tentativamente la ocuparían, me permití una broma más o menos en serio sobre el espíritu presuntamente inquieto de José Vasconcelos al respecto. “Siente una bolita que le sube y la baja”, hice sorna en mi cuenta de Twitter, y entre los comentarios resultantes me llamó la atención uno que descalificaba mi gracejada aduciendo que el célebre filósofo, muerto casi 60 años atrás, había sido nada menos que un homófobo. Divertido de solo imaginar la segura extrañeza del aludido ante un término impensable en sus tiempos, me entretuve en un cálculo multitudinario: ¿cuántos contemporáneos de Vasconcelos —mis abuelos incluidos, amén de una legión de mixtos subrepticios— merecerían ese calificativo, si hubiera que seguirles causas anacrónicas?

Llamémosle “ortopedia retroactiva”. Tiene que ver con cierta manía bondadosa por enmendar los hechos y dichos del pasado que a la luz del presente parecerían chuecos. Esto es intolerantes, ofensivos o discriminatorios, por más que entonces fueran lo que había. Es, en sentido estricto, un disparate, pero hay quienes lo quieren un acto de justicia, seguramente ajenos a la clase de aberración —histórica, jurídica, moral— que su gesto magnánimo sugiere. Juzgar desde esta época los temas del pasado —peor tantito entre más remoto sea— no es desde luego un acto de nobleza, sino una idea que acusa escasa reflexión, amén de una ignorancia tan soberbia que tendría que dar risa, si no invitar al miedo y la perplejidad.

¿Qué es lo que hace pensar a ciertos progresistas de banqueta que su época es mejor que las demás, su moral superior a cualquier otra y su buen juicio inmune a los errores? La ignorancia, en principio, pero no nada más. Huelga decir que hablamos de ignorancia supina y a menudo fanática, como la que empodera al linchador y carga de razón al fariseo. Nada que no haya sido moneda corriente entre las más sangrientas tiranías, cuya causa expiatoria consiste comúnmente en enterrar todo pasado que no cumpla al dedillo con sus aspiraciones y preceptos. Una idea de progreso meramente retrógrada, compartida a lo largo de la Historia por fundamentalistas de credos tan diversos como delirantes. Gente que hace volar templos y estatuas en aras de una forma de pureza que se ceba en la destrucción del otro y no ve más allá de su torpeza.

Poco hay de peculiar en que estos despropósitos lleguen a ser usuales entre idólatras, cuyo precario acceso a la educación les hace presa fácil de la mentecatez, más sucede que la ortopedia retroactiva gana adeptos aun entre quienes se dicen educados y —¡horror!— se creen llamados a educarnos a todos. Pues si hace medio siglo había censores que decidían a qué clase de obras e información podían los mortales acceder, sin por ello sufrir un daño irreversible en sus valores morales, civiles o religiosos, hoy menudean los inquisidores ansiosos de ejercer el control del pasado, y en su caso castrarlo o corregirlo conforme a las creencias hoy vigentes, si bien muy rara vez por todos compartidas. No importa si se trata de cuentos para niños, clásicos literarios, canciones populares o leyendas antiguas, la idea es imponer la corrección política con desmemoria histórica y celo talibán, aun a costa —y tal es la intención, ni más faltaba— de que tanto el pasado como el presente mismo acaben por hacerse incomprensibles.

Llevar hoy día etiqueta de “progresista”, y hacerlo así valer ante conservadores que se ignoran, narcisistas juzgones y oscurantistas de buen corazón, supone ir por la vida corrigiendo los modos y expresiones del prójimo —aun sus mismos recuerdos y conocimientos— como habría hecho un catequista espantadizo entre las putas de Cafarnaúm. ¿O es que debo llamarlas sexoservidoras, para no malquistar a los hipersensibles? ¿Hay acaso distancia entre los mojigatos que alguna vez osaron respingar ante la sospechosa orientación sexual de Winnie Pooh, Bugs Bunny o Mickey Mouse y quienes hoy pretenden emascular la letra de una vieja canción, de modo que no ofenda a alguna minoría vulnerable? ¿Quién que lleve el complejo por bandera, si no el resentimiento por escudo, vive libre de escoriaciones en el ego por los motivos más insustanciales?

Si nos diera por encontrar racismo y misoginia, por ejemplo, en las pasadas civilizaciones, y entonces suprimirlos para no herir a gente de intelecto presuntamente frágil, acabaríamos por echar abajo cuanto vestigio quedara a la vista de ese triste pasado impresentable. Es lo que hacen los fundamentalistas y tal parece que urge complacerles. Muy poco es el respeto, sin embargo, que merecemos de estos “progresistas”, si de entrada nos juzgan tan estúpidos para escandalizarnos junto a ellos por lo ocurrido siglos atrás. La hipocresía, al fin, es siempre retroactiva. Por eso tanto afán con la ortopedia.

Este artículo fue publicado en Milenio el 27 de octubre de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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