Hace ya muchos años que estuvo en boga cierto juego de mesa de origen mexicano, cuyos participantes se enfrascan en un duelo de preguntas aleatorias diseñado para poner a prueba su nivel de cultura general. Maratón, es el nombre, y su villana se llama Ignorancia. Siempre que una pregunta queda sin respuesta, toca a doña Ignorancia adelantarse una casilla más en el tablero. Nada solía haber más vergonzoso que el triunfador del juego fuera precisamente aquella contrincante sin rostro que dejaba a todos en evidencia, y tampoco era raro que ciertos embusteros invirtieran su tiempo en memorizar las respuestas correctas, de modo que ganaran entre sus amistades el prestigio tramposo de sabihondos.
Con el paso del tiempo, sabemos bien quién lleva la ventaja. Es curioso que en la “era de la información” no sea ésta sino la ignorancia el auténtico signo de los tiempos. Ya a pocos avergüenza, por supuesto, y hay quienes la defienden o enarbolan como si se tratara de un precioso haber. Son legión, para colmo, los fariseos que a menudo se jactan de unos conocimientos que no encuentran preciso acreditar. ¿Para qué, si les basta con la fama? ¿Y cómo, si no saben ni dónde están parados?
Echemos un vistazo a las redes sociales. Según las estadísticas pasmantes a que en tiempos recientes tuve acceso, cuatro de cada cinco de los textos que se comparten a través de Twitter son aún desconocidos por quien los refirió: gente que se entretiene recomendando lo que no ha leído, ni ya quizás leerá porque el negocio está en las apariencias. Y tampoco es que importe que la maniobra sea verosímil, a juzgar por la horrenda ortografía y el pobre raciocinio que suele acompañar a tanta pantomima inconsecuente.
No deja de llamar la atención que buena parte de los hoy valedores de la ignorancia se digan progresistas y denuesten (“denosten”, escribió uno, hace poco) el básico dominio del idioma como un conocimiento decadente, propio de minorías opresoras, infames plutocracias y demás ostensibles enemigos del pueblo: ese perpetuo niño desvalido al que es preciso guiar y adoctrinar, para mejor salvarle de la tentación —perniciosa, debemos entender— de pensar por su cuenta y actuar en consecuencia.
Tendría que dar risa, si no se adelantara la vergüenza, escuchar a los nuevos esclavistas acuñar disparates tan burdos y baratos como “la tiranía de la ortografía”. Ya lo dice el refrán: Nadie nace sabiendo. Pero de ahí a ensalzar la ignorancia y hallar virtudes en su preservación tendría que haber un trecho de pundonor. Nadie, tampoco, quiere morir ignorando, y menos todavía si ha venido a este mundo en la precariedad y como es natural busca salir de ahí.
No he conocido hasta hoy un solo padre o madre que prefiera a sus hijos ignorantes, aun y en especial si ellos han padecido tal flagelo y hasta la fecha pagan sus consecuencias. Pero los enemigos de la ortografía no son, por cierto, los desposeídos, que suelen esforzarse cuanto pueden por expresarse con pulcritud, sino esos perezosos redentores —ignorantes ufanos y supinos— que encuentran más sencillo legitimar que corregir carencias, empezando obviamente por las propias.
Nunca fue tan sencillo escribir sin errores. Quien tiene acceso a las redes sociales cuenta asimismo con las herramientas para enmendar sus fallas al instante, más todavía si busca o ya detenta un puesto público, y no digamos si éste se relaciona con el mundo del arte y la cultura. Uno espera, por mínima congruencia, que las personas que ahí se desempeñan tengan conocimientos en la materia y, por supuesto sepan comunicar sus ideas con toda claridad. ¿O es que el pueblo al que dicen querer tanto merece ser tratado a lo pendejo?
No es motivo de susto ni extrañeza que un señor diputado haya sido cantante o desnudista, pero que luego anuncie en su cuenta de Twitter que acepta “precidir” (sic) una “comición” (sic) dedicada específicamente a la cultura, parece cuando menos una estafa, a sí mismo y al resto de quienes fatalmente pagaremos su sueldo. No nada más el pobre tipo escribe como un niño de cuarto de primaria, sino que ni siquiera se toma la molestia de usar los correctores ortográficos que le rescatarían del bochorno.
¿Alguien por ahí prefiere que sea yo, por ejemplo, y no un cirujano quien le extraiga el apéndice? ¿Me dejarían construir un paso de peatones, sin saber un demonio de ingeniería? ¿Cómo es que quien se dice progresista encuentra virtuosismo en la ignorancia, que es el mayor causal de marginación, miseria y hambre desde el principio mismo de los tiempos?
El desprecio flagrante por la cultura no es signo de progreso en modo alguno, sino de retroceso a las cavernas. Si ese es el paraíso que tanto han prometido, más valdría ir cerrando las escuelas.
Este artículo fue publicado en Milenio el 29 de septiembre de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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