¡Perdóname, matón!

Hace ya varios años que el horror ha dejado de horrorizarnos. Pues si antes era raro y esporádico, hoy parece minucia cotidiana, y más si pasa lejos de nosotros. En otro continente, otro país, otro estado, otro barrio, el chiste es que no acabe de alcanzarnos. Que sea un problema estrictamente ajeno, de modo que pueda uno lamentarse y rasgar sus vestiduras desde la inmunidad más auspiciosa. Porque eso sí: juramos que el asunto nos lastima y opinamos con gran severidad. Encontramos culpables y los señalamos, aun y en especial si sabemos bien poco del entuerto, porque hoy día hay barata de certezas y pocos se aventuran a salir sin ellas.

Nadie que plante bombas y masacre inocentes carece de certezas enraizadas. Combustible, bandera, coartada y redención, incluso el disparate más estúpido y cruel puede ser elevado a Suprema Verdad, puesto que no precisa de corroboración ni está a merced del mínimo debate. Bien poco le hace falta en estos tiempos a la corazonada o la sospecha para hacerse verdad indiscutible. Ya se sabe, la fe no admite discusión, y de hecho la condena por principio. Entre las avalanchas de información parcial, dudosa o relativa que a diario recibimos y apenas procesamos, encontrarle atenuantes al horror parece tan sencillo como profetizar un futuro remoto que de cualquier manera no veremos.

Le sobran defensores a la intolerancia, así como fiscales para quienes intentan contenerla. En sus entrenamientos y manuales, el terrorista aprende la importancia de hacerse con alguna buena prensa, en caso de fallar y caer preso. Es así que el verdugo más feroz amanece, en la cárcel, transfigurado en víctima y de pronto cargado de razones. Si ha provocado muertes al azar y está dispuesto a seguir adelante nada más tenga otra oportunidad, porque su odio no admite la empatía y se retuerce de asco ante la compasión, rara vez faltará entre sus odiados un cándido dispuesto a disculparle, y donde hay uno siempre podrá haber mil. El candor se contagia aún más que el odio, y en un descuido llegan a entenderse.

Se dice que las tropas del Estado Islámico, acaso ya mermadas y despojadas de sus otrora vastos territorios, están todavía lejos de la derrota. Es más, se multiplican y fortalecen, según reportan las Naciones Unidas y constatan los mandos militares que pocos meses antes las daban por vencidas “en un 100 por ciento”. Cada semana llueven reportes de atentados grandes y pequeños, aunque al fin tan distantes que se les da por nimios o dudosos. Con tierras o sin ellas, ya sea en la estrechez o la abundancia, los incondicionales del sanguinario Abu Bakr al-Baghdadi están armados de la clase de certeza que hace del enemigo una basura. Y saben, además, que de este lado ya se les imita. Somos blandos, cobardes y aquiescentes, eso ellos no lo dudan, y por eso también nos aborrecen.

No titubea el odio para exigir respeto a sus excesos ni se mira obligado a corresponder. ¿Cómo, pues, si le abundan los motivos y entiende el mero amago de misericordia como debilidad y felonía? Incluso el jefe máximo de los católicos ha llegado a entender la intolerancia de los matarifes como respuesta a una provocación. ¿Quién les mandó a esos caricaturistas reír y hacer reír a costa de certezas sagradas e inmutables, entre las cuales se halla la convicción gritona de que el resto del mundo somos infieles y hemos de perecer en consecuencia?

Nunca la intolerancia tuvo tantos adeptos entre quienes se dicen tolerantes: gente a la que una vara no le alcanza para medir sus dichos y los nuestros. De ahí que ya el horror solo les haga mella cuando quienes lo imponen no merecen su oblicua simpatía. No digo, por supuesto, que sean indiferentes a un degüello exhibido en YouTube, pues todo lo contrario: tanto los sobresalta la atrocidad que se lanzan a hallarle justificación, como algunos cobardes oficiosos esperan que su pura mansedumbre merezca la clemencia y no las carcajadas del verdugo.

Tomar partido por los asesinos, ya sean éstos beatos fanatizados o criminales de ínfima calaña, parece más seguro en términos sociales que empatizar con un guardián del orden. ¿Y no es cierto que el término suena antipático, así se trate de un héroe caído? Narcisista e hipócrita de origen, la corrección política pretende hacer el bien quedando bien. Lo que cuenta no es ya lo que uno piense, sino aquello que se atreva a externar. Se trata de pasar por liberal, en especial si se es conservador y se teme a la alarma y el reproche de tanto pueblerino biempensante. Es decir que en lo que a nosotros toca, y por más alejados que estén ellos, llevan los matarifes la ventaja. Tenemos menos miedo a sus horrores que a nuestras palabras. ¿Será que merezcamos su piedad?

Este artículo fue publicado en Milenio el 1 de septiembre de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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