Hay tardes que uno espera con la misma pasión que quisiera eludirlas. Cuando, después de mucho meditarlo, llegué hasta la oficina de Huberto Batis con un artículo sobre Bowie en la mano, me sentía un poquito Super Mario cruzando los dominios del octavo dragón.
—¿Tú cómo ves, me correrá a patadas? —interrogué a un amigo que conocía de cerca la leyenda que solía preceder al editor del suplemento sábado.
—No creo —carraspeó, al cabo de un acceso de risa tosijosa no exenta de crueldad clarividente. —A menos que lo agarres en sus días…
Mentiría si dijera que el miedo se esfumó con el primero de sus vistos buenos. Contra todo pronóstico, el tempestuoso Batis le echó un ojo de pájaro al artículo y preguntó, como si cualquier cosa, si quería yo publicar semanalmente. No ganaría gran cosa, me advirtió, había que entregar cada nueva columna el viernes de la semana anterior. Quince días más tarde, mosqueado y cauteloso por si mi ya editor era víctima súbita de sabría el diablo qué íntimo plenilunio, me recibió blandiendo un fajo de billetes en la mano. Pagaba así a sus colaboradores, salía uno de aquella concurrida oficina como quien asistió al reparto de un botín.
Uno sabe sus límites. Luego de ver a Huberto vapulear a unos cuantos aquiescentes, que siete días después ya estaban de regreso, pródigos en lisonjas, temíame incapaz de fumarme esos gritos en silencio. Y tampoco pensaba regresar, si llegaba a ocurrirme el despropósito de caer de la gracia del hombre de las barbas. Permanecía, por tanto, no más que los instantes necesarios para entregar el texto y recibir la paga. Con suerte me tocaba ver en primera fila alguna cagotiza no menos divertida que aterrada, de la que luego daba alegre cuenta a mis amigos, como quien le ha tocado la melena al león y se jacta de estar sin un rasguño.
Con los años me fui quedando más. Veinte, treinta minutos, a menudo bastantes para reírse hasta el retortijón del Batis narrador que cada noche se descabellaba contando lo que pocos se atreven a contar, sin el menor atisbo de recato ni límites a la exageración. Huberto era uno de esos desmesurados cuyo público pide siempre más, no a pesar sino a causa de sus desproporciones.
Nunca logré entender cómo a una lengua así de temeraria no le correspondía la pluma de un excelso narrador. Según contaba él, fueron Alfonso Reyes y Antonio Alatorre quienes lo disuadieron de escribir ficción, según esto por falta de aptitudes. Llegué a pensar, aunque nunca a saber, que su vena burlona y huracanada guardaba restos de esa frustración, pues de otro modo no logro explicarme cómo fue que tamaño iconoclasta dio por buenas las dudas de sus maestros sobre un talento a la postre conspicuo. Con el ancho respeto del que uno y otro son eternos acreedores, creo aún que debió mandarlos al carajo. ¿O es que se espera menos de quienes Vargas Llosa llama deicidas?
Tal vez por esa misma vocación renegada, Batis el editor solía ser osado a extremos terroristas. Si un escrito tendía a la desmesura, inclusive al abuso y la abierta calumnia, que no eran infrecuentes, privilegiaba Huberto desfachatez sobre gazmoñería. “¡Déjalos que se exhiban!”, respondía con malicia risueña si alguien le reclamaba las atrocidades publicadas en sábado por Fulana o Zutano, quienes sabían de sobra de su aversión gozosa a la censura. O mejor: de su gusto por la provocación.
Nunca aceptó la acusación ardiente que más de un indignado pusiera a circular. “¿Yo, amarranavajas?”, fruncía el ceño, presa de esa fugaz indignación que brinda a ciertos pícaros aventajados la impunidad propia del narrador. Más desconfiaba, al fin, de la concordia, que de la sed constante de atentados a que se acostumbraron los lectores de aquel palenque culto donde los desacuerdos literarios solían dirimirse picahielos en mano, para solaz de todo el graderío.
Nos fuimos acercando, hacia el final del siglo, si bien yo no ignoraba las cualidades tóxicas de más de uno entre sus afectos entrañables. Entusiasmo balcánico, para más señas. Aun en el hospital, sentados en la cama donde recién lo habían operado, con el ojo cubierto a la Francis Drake, guardaba yo algo de ese resquemor preventivo que seguía previniendo la fatal coincidencia de nuestras mechas cortas. Tres lustros de tener a Batis por secuaz en jefe no solo me impedían enfrentarlo, sino que me dejaban en deuda para siempre.
“¡No escribas nada y gástatelo!”, me había aconsejado cierta vez, un poco en son de guasa, cuando le dije que escribía una novela con dinero prestado. Quiero creer que me estaba probando y esperaba en secreto que cumpliera con el imperativo de mandarlo al cuerno. ¿Qué mejor cosa al fin me había enseñado él? Volví a verlo ya entrado el siglo XXI, tras un distanciamiento que acaso acrecentara las ráfagas de afecto que brotaron en mitad de nuestro último abrazo.
Gracias por el botín, secuaz querido.
Este artículo fue publicado en Milenio el 25 de agosto de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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