Pocas sentencias son tan arbitrarias, mustias, sesgadas e impulsivas como aquellas que emanan de los juicios morales. Cargada de motivos instantáneos, la indignación se lanza a desperdigar epítetos rabiosos en torno a cuanto encuentra inaceptable en ciertos dichos o hechos que por lo visto le erizan los pelos, y de los cuales tiene apenas constancia, pero un oscuro atisbo de justicia le indica que no debe tomárselo con calma. Aun si se propusiera ser imparcial, ecuánime y magnánimo, todo juicio moral es un juicio sumario.
Imposible evitarlos. El puro acto de abrir el periódico y toparse de frente con tantas desmesuras invita al juicio raudo y el escándalo, puesto que el juez moral que nos habita se considera justo y equilibrado hasta cuando le sale espuma por la boca o el rencor le carcome la conciencia.
Más allá de las leyes vigentes y los intríngulis de su aplicación, el moralista —¿y quién que masque rabia no de repente lo es?— tiene sus propios códigos repletos de delitos inacreditables. Luego, entonces, pecados, como sería el caso de ingratitud, traición, soberbia, envidia, mezquindad y otras imperfecciones de la mentada calidad humana por las que nadie va a dar a la cárcel.
Lo peor de los pecados es que la mayoría no suele dejar huella, fuera de la conciencia de quien los cometió. Es por ello que en un juicio moral no hacen falta las pruebas, si el enojo no admite incertidumbre y las sospechas solas se ramifican. Ahora bien, cuando ocurre que el pecado es también delito comprobado, lo descubrimos rico en agravantes. No es lo mismo robarle la cartera a un extraño elegante que saquear los bolsillos de los menesterosos. En tal caso se espera no sólo que te metan en la cárcel, sino además que “te pudras” en ella. Esto es, que la conciencia te torture y hasta tus propios compañeros de encierro te miren con desprecio y repulsión. Algo no muy distinto del infierno, mas para el caso abundan los jueces morales con vocación secreta de verdugo. “Puros” al fin, no entienden de paciencia y han de esparcir rencores y demandas como quien disemina una epidemia.
Acaso el atenuante de los juicios morales sería la discreción de quien los lleva a cabo. A veces obedece uno a prejuicios, pero el instinto también hace lo suyo. Percibimos, perplejos y todavía escépticos, avisos de traición en la conducta de algún ser querido, y concederle el beneficio de la duda no acaba de extirpar la mala espina. Da una vergüenza incómoda albergar cierta clase de reservas en torno a una persona que insistimos en creer intachable, y si ello es desmentido sentiremos vergüenza por nuestra ingenuidad. Odio, tal vez, y hasta hambre de revancha, ambos legitimados al vapor por el calibre de la decepción. ¿Y qué más le hace falta a un verdugo moral para imponer su ley a como dé lugar, una vez pertrechado con la certidumbre que aun excediéndose no podrá equivocarse?
No suelen someterse los albos promotores del juicio moral a los imperativos que predican: tal es la más sonora de sus flaquezas y el origen de cierta estrategia infantil que ejerce la defensa a manera de ataque furibundo, no bien son exhibidos cometiendo los mismos pecados que censuran, y por tanto dos veces censurables. ¿Cómo es que alguien se atreve a pensar mal de quien tanto se afana en señalar los vicios circundantes? ¿Quién sino Satanás o sus equivalentes podría estar detrás de esa conspiración desfachatada? Un instante después de mirarse en aprietos, por farsante, el tirano moral es víctima a sus anchas.
En los pueblos pequeños, el juicio moral repta por debajo de halagos y cumplidos. En las redes sociales, prolifera como un sarcoma inocultable y llama al linchamiento intempestivo, sin el menor temor a equivocarse; cual si fuese un deber inobjetable rendirse a la extorsión de tanto inquisidor aficionado. Pues el juicio moral no hace justicia sino que la reclama, igual que un don divino para el cual tiene méritos de sobra. Por más que se acicale con miradas beatíficas y poses intachables, el tirano moral es como los vampiros: se destrampa en lo oscuro, nada le satisface y es incapaz de verse en los espejos.
Todos caemos, en alguna medida, pero hay quienes lo toman por misión y prebenda. Menudean, insisto, los ejemplos de místicos de la buena conciencia pescados in fraganti violando sus preceptos sin pizca de recato. Se los ve entonces manotear y maldecir, como lo haría el niño chantajista delante de la abuela permisiva. Ocurre, sin embargo, que hasta los desidiosos en asuntos morales asisten fascinados a la chamusquina. ¿Quién querría privarse de ver a Torquemada en la picota? No, por cierto, los mismos exaltados que antes lo secundaron. Quieren sangre, no toman prisioneros. Diría la abuelita, no lo hurtan.
Este artículo fue publicado en Milenio el 21 de julio de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.