De todo, por supuesto, tiene uno su opinión. Afortunadamente no todos se enteran. Pues tantos son los temas disponibles que en la gran mayoría de los casos habrá opinado sin saber de lo que habla. Más de una vez, también, habrá modificado los pocos pareceres que un día encontró justos y fundamentados. Eso sí, no eran más que opiniones. Ninguna ley me obliga a opinar con justicia, bondad o puntería, virtudes indudables que asimismo son cosa de opinión.
Contra lo que quisieran los oficiosos ortopedistas de la opinión ajena, a ésta no le hace falta la razón. A menudo se opina desde el estómago y no siempre resulta un desatino. Hay también quien opina desde una ligereza que a algunos les parece detestable, pero ese es su derecho fundamental. No opina uno para ganarse un beneplácito, recibir un aplauso, aprobar un examen o colgarse una aureola. Y si se equivocó, vuelve a opinar. No es cuestión de acuñar credos ni manifiestos. No se espera que una simple opinión pueda durar para toda la vida, ni se exige que firme lo que afirmo como si fuera un pacto ultraterreno.
El problema de los delitos de opinión —aberración que invita menos a la decencia que a la simulación— está en su sospechoso tufo a sacristía. Aborrece el creyente combativo degradar sus certezas al rango de opiniones, y de hecho no concibe que se pueda pensar de otra manera en torno a ciertos temas fundamentales. Verdades con mayúsculas. Creencias V.I.P. “No es cosa de opinión”, se escandaliza y con suerte se ríe. Le parece increíble que uno piense distinto y para colmo se atreva a decirlo. Como si nunca hubiera cambiado de opinión.
Una opinión estúpida —si es que tal cosa puede establecerse— no convierte en estúpido a quien la sostiene, como quisieran tantos bravucones. En todo caso hay opiniones frágiles con ínfulas de ley universal, tanto así que es sencillo suscribirlas como un tributo simple al sentido común. Opinamos también según conviene, o evitamos al menos hacerlo contra nuestros intereses. Tampoco hay una ley que obligue al fariseo a creer lo que dice, ni a decir lo que cree.
No encuentro parecer más peligroso que el de quienes opinan sólo lo que les toca. Gente que ni dormida se quita el antifaz o se deja ganar por un impulso. Querúbicos autómatas que derrochan cumplidos a modo de principios, como el niño que se ha aprendido el catecismo. Tal como lo recuerdo, el catecismo era un obeso código de conducta, imposible de cumplir a la letra. Antes, pues, que a piadoso, se enseñaba uno a hipócrita, en la esperanza fácil de que esa pantomima cobrara vida un día, por contagio.
No quiere uno a sus buenos amigos ni calibra el valor de sus parientes por la clarividencia de sus opiniones. De hecho, una prueba fehaciente de estimación está en saber pasarlas por alto. Ya cambiarán mañana, o será uno el que cambie. ¿Quién le dijo al amigo-inquisidor que espero su consejo, su sentencia o su apoyo? ¿Desde cuándo una mera impresión personal ha de enfrentar jueces y sinodales?
Una opinión estúpida, en rigor, es la que nos descubre el lado flaco de quien la manifiesta. Por vanidad, coraje, revancha o capricho, una vez que se elige ser irracional el poder queda en manos de las vísceras. Si una vez se jactó de tener la razón, ahora se enorgullece de menospreciarla. Hay quien opina a gritos y quien a gritos quiere callar las opiniones; ninguno quiere ver, en todo caso, que se hallan fatalmente sobrevaluadas.
Nada hay más ordinario que las opiniones, ni jamás hubo tantas disponibles. Algunas, no por fuerza las menos socorridas, parecen estrambóticas o del todo insensatas, pero rara vez falta quien las comparta. Aquí mismo, debajo de la versión en línea de esta columna, habrá seguramente opinadores radicalmente opuestos a mis opiniones, aun si apenas las he manifestado. Mejor haría en callarme, ¿no es verdad? Pensarán que lo digo por joder, y en realidad para eso es que uno escribe. Cortejando al error a despecho del ego. Debe haber un círculo del infierno donde los condenados llevan impresas en el pecho y la espalda sus opiniones más desatinadas, varias de ellas furiosas y contradictorias.
Pocos hallazgos son tan vergonzosos como ciertos escritos del pasado remoto, donde expresaba uno ciertas creencias fervientes, cundidas de mayúsculas e interjecciones que hoy encuentra grotescas y gratuitas. ¿O se trataba acaso de ser fiel a esa farsa hasta la tumba, en el nombre de algún machismo trasnochado y vestido de congruencia? No acabo de entender de qué se enorgullecen quienes jamás cambiaron de opinión, ni dónde es que les duele que opine yo otra cosa, ni quién diablos les dijo que vine a confesarme.
Este artículo fue publicado en Milenio el 14 de julio de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.