Todos somos así.” “Todos pensamos igual.” “Eso queremos todos.” “Todos estamos contigo.” Pocas mentiras y exageraciones son tan alevosas como ésa que pretende agruparnos a “todos” detrás de las creencias que mejor acomodan al de la voz. Todos, solía decirse, es mucha gente. Y más: huele a manada. Pues entre más personas aseguran pensar la misma cosa, menos probable es que realmente estén haciendo uso de la facultad díscola del raciocinio. Que es, de pronto, lo que preferirían los totalizadores. Una sola opinión, compartida por todos merced a una aquiescencia que se dice pensante para hacerse acreedora de un respeto no menos embustero.
“La solución somos todos”, rezaba el lema de campaña de José López Portillo, que llegó a presidente de la República sin la calamidad de enfrentar competencia. Pocos años más tarde, tuvo Juan Rulfo la azarosa ocurrencia de referirse a los “cañonazos” millonarios que a su entender recibía por debajo del agua más de un general del Ejército, y unos días más tarde fue el propio mandatario quien respondió con una afirmación airada y lapidaria, no menos terminante que su antiguo eslogan: “¡Ningún soldado es corrupto!”.
Vista desde estos tiempos, una declaración de ese tamaño luce ya tan ridícula como siempre lo fue. ¿Qué información habría de tener un funcionario público, por alto y distinguido que fuera su cargo, para atreverse a hablar de tal manera? De resultar verdad el despropósito, digno del ojo alerta de un Reinhard Heydrich, aún más que ridículo sería escalofriante. Absolver al vapor a decenas de miles de individuos no solo es ligereza y temeridad; también abre la puerta a la posibilidad de inculpar a otros con idéntico método. No es un recurso nuevo: se llama totalitarismo y a menudo despierta las simpatías ingenuas de quienes pocas cosas desean más que ser parte entusiasta de esa totalidad fecunda e incluyente. ¿Y qué no hace uno, al fin, por conservar la membresía del club donde se cree querido y admirado?
Poco respeto exhibe, sin embargo, quien osa adjudicarte a rajatabla las supuestas virtudes de alguna variopinta colectividad, valga la redundancia. Si hay palurdos allende la frontera que creen, siguiendo la opinión de los menos instruidos, que los mexicanos somos todos asaltantes y violadores, de poco serviría contestar, con lujo equivalente de arbitrariedad y la más trasnochada ramplonería, que ninguno lo es. Una rabieta, en suma, que no puede contar como argumento. ¿Pero qué tal funciona en esa plaza pública donde el gentío aplaude, grita o brama sin tiempo ni ocasión de razonar? No por nada decía David Bowie que Adolf Hitler fue la primera estrella de rock.
Genocidios, pogromos y prejuicios atroces que los preceden se apoyan en la misma gaznápira certeza, ahí donde cualquier sospecha intempestiva puede probarse sola, en la medida que sirva de apoyo al clamor borreguil de la turba frustrada, furibunda y cobarde. Pues son siempre los otros, sin excepción posible, los culpables de todas sus desventuras, y ellos están llamados a ponerles remedio. Nada más simple, entonces, a la luz de unas cuantas calumnias expansivas, que sembrar odio entre las multitudes contra quienes parecen diferentes y ya solo por eso encajan como antípodas. Es decir, enemigos irreconciliables que no podrían caber en el mismo pueblo.
El pueblo: he ahí una abstracción inconcebible donde lo individual solo existe a partir de lo colectivo. “El pueblo cree”. “El pueblo opina”. “El pueblo decide”. Y si acaso hay alguno que disiente y persiste en decidir, creer u opinar por su cuenta, ya se puede inferir —y a botepronto denunciar y sentenciar— que el sujeto en cuestión no pertenece al pueblo. Luego, es su enemigo. Puesto que el pueblo es uno, sabio y bueno, según quien lo corteja con la clara intención de fecundarlo. Decir que el pueblo “piensa” tal o cual cosa equivale a afirmar que son todos iguales, en un sentido estrictamente ganadero, y a ninguno le asiste el remoto derecho a significarse. En el reino del pueblo sumiso y uniforme, la individualidad es una porción ínfima de la estadística, y ésta un arma ajustable al interés común de los pastores.
“¡Que todos los niños estén muy atentos!”, sugería con sobrado candor la canción de Cri-Cri. ¿Es siquiera posible o concebible que una orden de esta clase resulte obedecida por un público en tal medida distraído, disperso y voluntarioso? ¿Qué niño no se siente o se teme a su manera único, sujeto a toda suerte de singularidades no necesariamente afortunadas? (Y eso que en la niñez, cuando le toca a uno obedecer y su opinión no merece el respeto de quienes le superan en edad y experiencia, nuestras vidas suelen ser similares.) Mayores o menores, derechos o torcidos, rebeldes u obedientes, “todos” jamás somos todos. Ese sueño perverso del colectivismo es el mero principio de la tiranía, mas está felizmente cundido de excepciones que los totalitarios, zafios con buena prensa, nunca serán bastantes para suprimir.
Este artículo fue publicado en Milenio el 02 de junio de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.