En esencia, votar es inclinarse por una de dos fórmulas: Estado flaco o Estado gordo. Que es como decidirse entre la madre fría, lejana e indolente y la controladora que nos quiere sus críos de aquí a la eternidad. Si una te sobreestima, tanto así que te deja al arbitrio de las leyes de Darwin, la otra se ve en la urgencia de amamantarte de la cuna a la tumba y ahorrarte así el dolor del crecimiento. Una no piensa en ti sino para cobrarte, la otra piensa por ti hasta para opinar. Según los radicales de uno y otro polo, jamás es el Estado lo suficientemente obeso o esmirriado para satisfacerles, si bien ya la experiencia nos recuerda que tanto los rechonchos como los enjutos tienden naturalmente a desaparecer, ya sea porque se hacen insostenibles, y entonces adelgazan hasta los huesos, o porque su papel difícilmente pasa de hacer cumplir las leyes de la selva.
En este país, al menos, conoce uno mejor al Estado gordo. Si otros hijos presionan a su madre, recién amanecidos, para que les permita dormir cinco minutos más, nuestro Estado padrastro solía ser ilimitadamente permisivo. Podía uno pasarse días enteros babeando la almohada, si así le apetecía, siempre y que no albergara ni por casualidad la desmedida idea de mandarse solo. ¿Y no el que se movía no salía en la foto?
Esas cosas, se dice, sólo las aprecia uno con el paso del tiempo, y así un día la infancia se aparece como ese lapso idílico donde nada, jamás, nos hizo falta. Una mentira, al fin, pero de las piadosas. Si un candidato, importa poco el signo o el programa, no incluye en sus promesas generosas opciones de subsidio y lactancia, el votante aniñado —la mayoría, me temo— se verá defraudado y disconforme, como aquel día aciago en que el pan bimbo vino sin estampitas.
Kafka dejó bien claros los problemas endémicos del Estado gordo, cuya mole pesada y redundante le hace no sólo torpe, sino disfuncional, nocivo y de hecho impredecible como tantos desastres naturales. En el Estado gordo hay lugar para todos los cataclismos, sin que por eso tenga la gente que enterarse. ¿O es que alguien va a atreverse a criticar a quien ahora y siempre le amamanta? No hay principio ni fin en el chantaje del Estado gordo; pobre de quien no viva agradecido por todos los esfuerzos y sacrificios que han de hacer en su nombre sus representantes, que ya sólo por eso se consideran los genuinos franquiciatarios de la Patria.
Como aún ocurre en ciertas tertulias pueblerinas donde la adulación es moneda de cambio de los bien educados, en el Estado gordo sólo funciona bien la propaganda. No porque todo el mundo se la crea, sino por las ventajas que ofrece la aquiescencia donde la disensión es mal negocio. ¿Para qué fatigarse creyendo en uno mismo, cuando puede arrimarse a un gran benefactor que verá por que nunca le falte nada?
La gran coartada del Estado gordo tiene que ver con la repartición. En el papel, al menos, somos dueños legítimos de cuanto sus empleados administran, pero en la realidad son ellos quienes se hacen con ese patrimonio sin asumir mayores responsabilidades, ya que en caso de estafas, errores o catástrofes siempre habrá a quién culpar sin salpicarse.
Padre y madre, compañero y patrón, altruista y usurero, saqueador y mecenas, quiere el Estado gordo ser la fuente de todos nuestros bienes y males. Si hemos de creer a sus panegiristas, nada escapa a su atenta planeación, pero la realidad suele contradecirlos a cada paso porque, otra vez, allí no hay responsables. ¿Y cómo los va a haber, si viven protegidos por el escalafón y amafiados en nombre del bolillo?
No se puede culpar al conformista de tomar el camino más sencillo, aunque al final resulte el más largo y costoso. El flojo y el mezquino, reza el refrán, siempre andan doble el camino. En el Estado gordo por el que ahora suspiran tantas almas becarias, cada nuevo control daba lugar a meandros y trámites que podían sortearse mediante privilegios y componendas. Es decir que en los hechos se abría un nuevo espacio al descontrol. Era precisamente en ese río revuelto donde el único error, según los connoisseurs, consistía en quedarse más allá de la pródiga teta del erario.
Nada incomoda más al Estado gordo que el ojo intruso de los ciudadanos, a quienes ve con ojo suspicaz y señala con dedo acusador. No le cuadran las cuentas, ni le salen los planes, ni por supuesto cumple sus promesas, pues si la culpa es siempre de los otros siempre llega la hora de las amenazas, y es ahí donde paga la gordura porque como enemigo es aplastante. Si me preguntan, pues, yo lo prefiero fuerte, pero esbelto. De otro modo, me toca mantenerlo.
Este artículo fue publicado en Milenio el 14 de abril de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.