¿Qué les importa»quién vive»?

¿Por qué la gente vota por quien vota? Tantas respuestas hay a esta pregunta ilusa que ninguna sería suficiente para hacerse algún juicio representativo. “La gente” es mucha gente y el voto, cuando menos por ahora, tiene la cualidad de ser libre y secreto. Cada día son menos, además, quienes dicen verdad cuando se les inquiere a este respecto. ¿Por quién voy a votar? ¿Por qué he de confesarme? ¿Se me notan las ganas de quedar bien con todos (cosa improbable, al cabo), o en su defecto entrar en discusiones bizantinas por un tema que, insisto, a nadie más incumbe?

Es en las dictaduras maquilladas por urnas y campañas donde el poder se entera por quién votó cada uno, y eventualmente lo hace cosa pública, de manera que “el pueblo” —ese protagonista sin pies ni cabeza al que se apela en pos de pastorear a sus representados— pueda identificar a “sus enemigos”. Caben muchas comillas en el relato de una pantomima cuya sola unidad de medida es el sentir presunto de una manada teóricamente unánime. ¿Y cómo no, si el moralismo airado de sus predicadores ensalza las razones colectivas (siempre altruistas, elevadas, patrióticas) y estigmatiza las particulares (oscuras, retorcidas, mezquinas)? Nada que esté muy claro, en realidad, mas los profesionales de la indignación se bastan a sí mismos para dar por probadas sus ocurrencias.

Nada sería tan fácil como estigmatizar a los votantes que llevaron al palurdo más odiado del mundo a invadir de dorado la Casa Blanca. El problema es que fueron decenas de millones, empujados por móviles disímbolos y a buen seguro muy particulares. No siempre convicciones, ni creencias profundas; a veces causas nimias, o falsas, o fugaces. Juzgar a una persona por la opinión que expresa en una urna es tan improcedente y abusivo como eximir o condenar a otra en razón de algún gusto musical, quién sabe si no más fundamentado. Nada sabemos de ellos, ni estuvimos jamás en sus zapatos. Asumir que son todos racistas, atrabiliarios, malévolos y estúpidos es saltar de clavado al mismo estercolero colectivizador. “Traidores a la patria”, llama el palurdo a quienes le niegan el aplauso, de modo que sus aún simpatizantes los miren como a unos conspiradores cuyo interés común y deleznable merecería más que meras reprimendas. No le cabe en la calva al de las letras de oro —ni admite que le quepa a ningún otro— la posibilidad de que sus malquerientes no estén todos de acuerdo para fastidiarlo.

Contra lo que suponen tantos inquisidores de la urna, los votantes no somos todos autómatas. No tenemos, como ellos quieren creer, la obligación de “acertar” con el voto, sino el sacro derecho a equivocarnos. Nunca, que yo recuerde, mis padres me empujaron a escoger o eludir una cierta carrera, como no fuera la criminal. Tampoco me dijeron si debía o no fijarme en tal o cual mujer, o si mis planes eran chuecos o derechos, pues sabían de antemano que en tal caso me habría montado en mi macho, por sana rebeldía. Se hace uno responsable de esas cosas, y si ha de consultar otra opinión será de motu proprio, no faltaba más.

El voto es una apuesta, no menos personal y subjetiva que la ganancia o pérdida que pueda reportar a los interesados. ¿Cómo voy a aceptar que otros voten por mí, a fuerza de chantajes e intimidaciones que remiten al vetusto “quién vive”? ¿Debo quizás temblar frente a sus carabinas cargadas de desprecio teologal? ¿Y qué si se me pega la Real Gana de votar por el peor, pónganle nombre? ¿Debo ir a confesarme si preferí al prospecto menos aplaudido? Mienten quienes afirman que uno sabe lo que hace cuando va a votar. Me encantaría tener la bola de cristal entre las manos, mas lo cierto es que incluso en los dilemas primordiales —oficio, amigos, cómplices, amores— uno mete la pata con gran asiduidad, pese a sus encomiables intenciones.

“¡Estás ciego!”, respinga el prospecto de examigo, no bien se desespera por mi reticencia a cambiar mi miopía por la suya. Pasa así en los amores: cae uno seducido por algunas virtudes magnificadas, y entonces da la espalda a diversos defectos minimizables. Verdad es que hace trampa, pero ello es privilegio de su antojo. Puede que los demás intercambien codazos, guiños y chistes crueles a sus costillas, y que hasta los de casa le critiquen; igual seguirá viendo lo que quiera y elegirá lo que mejor le cuadre, así después lo pague a precios insufribles. ¿O es que debo enojarme y hacer un escenón porque Fulano elige tal o cual opción para el futuro? ¿Nos hemos vuelto curas, tutores, prefectos, sinodales, guías espirituales o acreedores morales de los otros votantes? ¿Voy a hacerle una escena de celos nacionales al buen amigo gringo que, según sospecho, votó por el palurdo antes citado? ¿Cuántas veces me vio él, en otro tiempo, equivocarme vergonzosamente? ¿No sigue siendo tal nuestro derecho? Hace ya muchos años que no me confieso: creo poder vivir sin indulgencias.

Este artículo fue publicado en Milenio el 10 de febrero de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL

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