Reza el viejo refrán que Dios no cumple antojos, ni endereza jorobados. Algunos, sin embargo, esperan eso y más, si no de Dios de alguno de esos ídolos a los que han atribuido destrezas sobrehumanas. Ocurre en el deporte, territorio propicio para hazañas que no bien se consuman semejan un milagro. Niños y adolescentes tapizan las paredes de su cuarto con imágenes de esos semidioses a los que creen capaces de proezas sin límite, ya no sólo en su campo sino en cualquier otro. ¿O acaso no están hechos de un barro diferente? ¿No respiran otro aire y exudan perfección en cada movimiento? ¿Y no son, para colmo, más reales y tangibles que el Hombre Araña mismo?
Pongámonos ahora en el pellejo de uno de esos colosos que se han acostumbrado a ir por la vida entre alabanzas, pasmos y ovaciones ya no sólo de niños, como de medio mundo que los contempla con la boca abierta. No ha cumplido el campeón aún los treinta años, tal vez ni veinticinco, y ya se le venera igual que a un superhéroe, cual si su estrella nunca fuese a eclipsarse. Un tratamiento así envanece a cualquiera, nada de raro tiene que en poco tiempo el afectado pierda la cabeza y le dé por creer que se merece todo lo bueno que le pasa. Hasta que todo pasa, y entonces suena la hora de abandonar su nube: nadie le ha preparado para esa humillación.
Los gladiadores de antes no llegaban a viejos. Hoy, en cambio, caducan sin remedio a la edad en que otros —los hijos de vecino que no ganan trofeos ni realizan proezas— han empezado apenas su carrera. No queda entonces más que vivir del pasado, puesto que el porvenir difícilmente le reserva al campeón de anteayer una ínfima parte de la gloria que un tiempo paladeó. Incapaz de rendirse ante la adversidad (de eso dejó constancia infinidad de veces, no es un secreto que aborrece la derrota y desconfía de los imposibles), se verá desafiado a trazar nuevos planes y buscar la victoria en otras pistas. Todo menos rendirse, y entonces renunciar a ser aquel titán en cuyas manos nada estaba perdido y los milagros eran naturales. Su lógica sesgada y megalómana le asegura que todo saldrá bien y volverá a la gloria como quien tiene allá su madriguera. No lo puede advertir, pero ya está a las puertas del patetismo.
Cuando niños creemos firmemente que nuestros ídolos han de ser invencibles, pues ya hemos decidido que poseen facultades sobrenaturales. Si al fin de su carrera deportiva deciden dedicarse a cultivar, digamos, la astronomía, asumimos que ahí también harán historia. Es fácil, a esa edad, tender hipérboles entre la fantasía y su realización, por eso no dudamos que el admirado atleta sería, si así lo decidiera, un estupendo actor o un gran polemista. No son pocos, de hecho, los astros del deporte que cualquier día resuelven dedicarse a cantar, partiendo del supuesto de que bastan la disciplina y el sacrificio —sus dos grandes virtudes comprobadas— para alcanzar un triunfo resonante. ¿Hace falta añadir que el resultado de estas delusiones suele ser desastroso y lastimero?
Alguna vez, el futbolista brasileño Roberto Carlos fue abordado por un reportero interesado en conocer sus sentimientos en torno a su primera visita a la ciudad de Belén. Conmovido al instante, procedió el mediocampista a declararse honrado por la oportunidad de jugar al futbol “en el lugar que vio nacer a nuestro Señor Jesucristo”. Allí nomás, en plena desembocadura del Amazonas. ¿A cuántos entusiastas, pese a todo, les habría gustado ver al querido crackhaciendo de las suyas —es decir, magia pura— a la cabeza de algún ministerio?
Se sabe que Hugo Sánchez estudió la carrera de dentista. De hecho, solía aparecer en la televisión vestido así, en un consultorio dental. Jamás, en todo caso, de ser aquello cierto, se me habría ocurrido poner la salud de mis dientes en manos del laureado delantero. Cinco trofeos Pichichi no me habrían parecido garantía bastante de que el gran goleador rompería nuevas marcas en mi boca. ¿Quién, por cierto, acudía a consulta en esos comerciales fantasiosos? Un niño, por supuesto.
No quiero imaginar el papelón que haría, por ejemplo, Diego Armando Maradona si llegara a ocupar un cargo público. No sería difícil, habiendo una legión de seguidores dispuestos a votarlo con ardor de fanático infantil, seguros de que el dueño de “la mano de Dios”, ufano marrullero, cumplirá sus antojos más exóticos y enderezará a cuantos jorobados haga falta. ¿Pues quién otro sino él solía hacer milagros en la cancha? Ya sé que suena idiota y seguro lo es, pero hay miles de adultos que me contradicen porque, igual que los niños, no quisieran perder la fe en el mago. Aunque al primer descuido se convierta en payaso.
Este artículo fue publicado en Milenio el 03 de febrero de 2018, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL