Es la moda hablar pestes de los políticos y ensalzar las virtudes ciudadanas. No sin candor gratuito y chabacano, se asume que en asuntos de gobierno el hijo de vecino es por naturaleza más honesto que el profesional. Una creencia hija del pensamiento mágico que atribuye a la ciencia del chanchullo cierta larga y tortuosa curva de aprendizaje. La rectitud, no obstante, es cosa frágil. Se le puede enchuecar en un par de minutos y hay que ver cuántos años tomará enderezarla, si llega a ser posible.
La corrupción es como la gordura. Al principio no la vemos venir. Nada más se aparece, la negamos. O la minimizamos, o ya de plano le damos la espalda. Es como si asumiéramos que llegado el momento se irá por donde vino, como una avispa detrás de su enjambre. Mas como esto no ocurre, y de hecho el problema tiende a propagarse, le sigue una epidemia de buenos y retóricos propósitos cuya finalidad no es poner un remedio, sino apenas dar fe de esa noble intención. Por más purgas o dietas que se intenten, nadie controla lo que no vigila. Sabe uno que ha empezado a combatir la bronca el día que se atreve a mirarla de frente. Siguiendo la metáfora del sobrepeso, antes que proponerse adelgazar, lo que toca es salir a comprar una báscula.
Abundan, entre quienes pelean por el poder, quienes se escandalizan por la corrupción y se juran capaces de erradicarla con el látigo de su probidad. ¿Pero quién entre tantos corrompidos presuntos no llegó a donde está prometiendo eso mismo? ¿Cuántos de los rabiosos impolutos no miran a otro lado cuando los imputados están en su pandilla (si es que no los defienden con furia autoinsuflada)? Ni modo, sin embargo, de culparles por ampararse de los que a fin de cuentas son sus adversarios. Lo de verdad perverso y corruptor no está en que no sean unos mejores que los otros, sino en que ejerzan como juez y parte. ¿Quién, que tenga el poder y no sea un ángel, fumigará con idéntico celo las malas mañas de propios y ajenos? ¿Es su trabajo controlarse a sí mismos, o existe alguna báscula de origen ciudadano por la que todos pasen a comprobar sus tan orondos dichos? ¿Estamos condenados a creerles?
No es un secreto que el poder corrompe, como tampoco lo es que los vacíos tienden a llenarse. La corrupción no es hija de la inmoralidad, sino del descontrol, siempre tan auspicioso. Nada incomoda más a los tramposos que la supervisión y sus controles. Tener que rendir cuentas bajo el Sol les parece humillante y vejatorio, con lo fácil que se hacen las cosas en lo oscuro. Por eso serán ellos, según dicen, quienes libren la lucha contra la corrupción, y por ende reclaman el privilegio de juzgarnos a todos y absolverse a sí mismos. No conozco, a la fecha, a alguien que diga “sí” a la pregunta “¿es usted un corrupto?”.
Cree el tramposo que basta con tener buena fama, por eso la cultiva con esmero beatífico y la defiende con rabia infinita. Como les consta a curas y banqueros, ir por la vida con bandera de honesto supone el sacrificio de la transparencia. Y ahí entramos nosotros, los simples ciudadanos que ni en nuestros delirios más extremos nos vemos compitiendo por llegar al poder, motivo más que bueno para exigir a sus usufructuarios que suban a la báscula y nos permitan tomar ciertas notas. A algunos, por ejemplo, los vemos muy repuestos y nos da por pedir la opinión de los números. La ecuación es muy simple: ¿Quieren mi voto? Háblenme de las básculas. ¿Cómo vamos a hacer para que yo compruebe que ustedes son los honestos que dicen y desde luego siguen a mis órdenes? ¿Cuánto de ese poder por el que tanto brincan están dispuestos a compartir conmigo, para que la certeza haga valer la fe?
Si ahora mismo nos diera por castigar con gran severidad, de forma retroactiva, a los connacionales involucrados en asuntos ilícitos solamente en los últimos veinte años, quedarían tan pocos inocentes que no habría manera de someter a tantos condenados. Y si bien no es lo mismo soborno que desfalco, ya se ve la delgada autoridad moral que tendría cualquiera, con buena o mala fama, para dictaminar en la materia. Nuestra sentencia, al fin, consiste en vigilarnos los unos a los otros. Si ellos tienen las calles atestadas de cámaras por el bien de nuestra seguridad, tocaría a los simples ciudadanos monitorear de cerca los tejes y manejes de quienes se pelean por servirnos y para ello se tachan entre sí de corruptos. Una actitud de por sí sospechosa que bien vale una báscula ciudadana. ¿O es que aún esperamos que sea el zorro quien cuide de la paz del gallinero?
Este artículo fue publicado en Milenio el 25 de noviembre de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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