Cuesta trabajo creerlo, parecería un cliché. Entre menos dinero se tiene, más difícil resulta dar por buena la envidia sin final del heredero. Puede que tenga mucho de lo que todos quieren, pero así ha sido siempre y ni modo que viva entusiasmado. Nada encuentra, de hecho, más escaso que la emoción genuina. ¿Por qué iba a entusiasmarse por poseer cualquier cosa quien la puede obtener alzando un dedo?
Todo lo cual, pensamos, simplifica la vida de quien todo lo tiene, pero hay que ver la cuesta que será cada día sin un motivo real para vivirlo, como no sea tratar de ponerte a la altura de tu buena fortuna. Brillar. Sobresalir. Dejar en entredicho a esos murmuradores que hasta hoy te hacen fama de idiota por cuenta de tus méritos escasos. Ser, en suma, rehén de tu arrogancia, y para colmo apellidarte Trump.
Mal y a menudo se habla de los hijos varones del hombre más odiado de este mundo. Un par de señoritos antipáticos que viven perseguidos por la sombra paterna y la futilidad de sus empeños por parecer personas de importancia. No son, eso está claro, nada que se parezca a lo que alguna vez pudieron querer ser. Si alguna libertad han conservado, ésta es la de seguir haciendo el ridículo a rigurosa escala planetaria. Sólo que, como ocurre en estas situaciones, el último en notar el esperpento es el autor del mismo. Incapaces de ser o parecer gente común, Eric y Don Jr. ambicionan ser vistos como hombres de acción. Se les ve muy orondos al lado de uno y otro animal muerto, cual si para lograrlo hiciera falta más que un buen presupuesto y unos cuantos complejos de heredero sin gracia.
Hace ya un par de días que el gobierno de Donald Trump revocó la prohibición de importar a su país, a modo de trofeo, cabezas o pedazos diversos de animales cazados en Zambia y Zimbabue. ¿O es que alguien se imagina al pintoresco Robert Mugabe implementando un riguroso plan para la protección de las especies? Pero eso al presidente, que ha hecho de la crueldad y la falta de escrúpulos parte fundamental de su imagen de marca, no le preocupa más ni menos que el destino de todo el continente africano. ¿Qué podrían hacer sus pobres herederos, nacidos segundones, para estar a la altura de un apellido orondo que adorna rascacielos, si no exhibir de una manera u otra las carencias que eligen creer secretas? ¿Piensan, quienes cuelgan cabezas a modo de trofeos, que uno los cree valientes, envidiables o al menos respetables?
Suele uno lamentar la suerte del venado, el león, el elefante muerto para sobarle el ego al ocioso acaudalado, pero aún más preocupante es que al ejecutor le envanezca colgar en sus paredes trofeos semejantes. Puedo entender que cien años atrás la caza de elefantes fuese gran aventura, pero ver a Juan Carlos de Borbón o a los hijos de Trump —uno y otros nada más que lustrosos herederos— hinchados de su propia pequeñez delante del cadáver de una bestia probablemente más valiosa que ellos es una incitación a la misantropía. ¿Qué no hace un pobre diablo con la vida resuelta por hacernos creerle persona interesante? Donald Trump lleva en eso toda la vida y el saldo es elocuente: casi siete de cada diez entre sus compatriotas lo miran con vergüenza.
Un trofeo de caza certifica, según deben creer los visitantes, que al menos una vez su poseedor debió pelear por algo. La mayoría sabemos, sin embargo, que su combate más difícil y aguerrido tiene que ver con la propia autoestima. Nadie como el cobarde aspira a hacerse con la fama de valiente, pues no está muy seguro (y en esto sí que acierta) de que no se le noten las insuficiencias. Por eso la importancia del certificado: todos los impostores necesitan uno, y si se puede varios, hasta que ya no quepan en la pared. Los fantoches no viven sin trofeos, eso lo tiene claro el Impostor en Jefe.
Quienes juegan al golf con Donald Trump coinciden en citar su gusto por los mulligans. Siempre que un tiro le sale mal, pide clemencia y hace un nuevo intento, sin que el golpe fallido llegue hasta el marcador. Como todos sabemos, el hombre vive cómodo sabiéndose tramposo. Encuentra inmateriales las evidencias de sus mentiras, le basta con salirse con la suya. Quiere el aplauso doble, pues ya sabe que no se lo ha ganado y necesita pruebas aplastantes. Sus sonadas victorias son tan limpias y claras como la valentía de sus dos herederos comediantes, y para quien lo dude ahí están sus trofeos: modelos ambiciosas, rascacielos brillosos, la misma Casa Blanca. ¿Qué van a hacer sus tristes herederos, si no envidiar hasta a los elefantes (con sobrada razón, por otra parte)?
Este artículo fue publicado en Milenio el 18 de noviembre de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.