Esas ganas de linchar

De entre los mitos negros de la infancia católica, recuerdo uno especialmente inquietante: el del “juicio final”. Según nos advertían en el catecismo —aunque más que advertencia fuera ésta una amenaza— llegaría la hora en que todos los seres humanos resucitaríamos para enfrentar el veredicto inapelable de un Dios que era capaz de ver y recordar no únicamente lo que uno hacía, sino de paso todo cuanto pensaba.

La vida era, así vista, un examen tan duro de aprobar que ninguno podía estar seguro de merecer el premio de la gloria eterna, y al contrario: lo probable sería podrirse en los infiernos, víctima de tormentos constantes e indecibles. Quedaba, por fortuna, mucho tiempo para ese juicio tenebroso, y al fin éramos tantos los pecadores que el demonio no se daría abasto para castigarnos. ¿O es que alguien se recuerda inmaculado después de esos temores abrasivos?

La mera idea de exponer nuestros recuerdos íntimos al escrutinio ajeno se antoja tan perversa como insoportable. No hay memoria que alcance para cuantificar la inmensa cantidad de trapos sucios que uno va generando año tras año. Tampoco habría manera de hacer cuentas de todo el mal que hicimos sin quererlo, advertirlo, imaginarlo. Esperamos al fin, para poder vivir, que los otros se olviden de esas cosas, o las pasen por alto, o las disculpen, igual que uno desecha por su bien los rencores antiguos e inservibles. Lo único seguro, a estas alturas, es que nadie resiste un juicio memorioso como aquel del que hablaban en el catecismo.

Abundan, sin embargo, quienes hoy día lo intentan. No importa que tan viejos sean los trapos, tal parece que está de moda ventilarlos. Si 30 años atrás cometiste un exceso vergonzoso —mismo que en nuestros días parece intolerable, aunque quizás entonces fuese cosa ordinaria—, puede que sea la hora de sacarlo al balcón y salpicar tu imagen para siempre. Ya no bastan las leyes, que de por sí prescriben y en muchos casos son insuficientes para aplacar la ira de las buenas conciencias. Se trata de lanzarte a la ignominia, si has tenido la suerte de ser figura pública y en tanto ello eres carne de escarmiento ejemplar.

Nunca antes fue tan fácil arruinar la reputación de los demás. Si en los juicios penales hace falta echar mano de pruebas y evidencias, no hay linchamiento que las necesite. Igual que en los estados policiacos, opera una “justicia” selectiva —y el colmo, retroactiva— de la que eventualmente todos pueden ser víctimas. Mienten los fariseos que ahora se escandalizan desde el púlpito de los impolutos, quién sabe si no urgidos de eludir a su vez idéntica picota.

Si el autor de estas líneas debiera responder por cuantas porquerías hizo, dijo y deseó en la adolescencia, ya estaría esperando la condena inminente (y eso que no se acuerda sino de algunas pocas). Solemos enterrar anécdotas oscuras de las que por supuesto no estamos orgullosos y para las que nunca hubo reversa. La gente se equivoca todo el tiempo, peor todavía en sus primeras décadas y más si el tema es la sexualidad. Calientes somos todos y estúpidos también. ¿Quién no ha sido irritable, injusto, majadero, arbitrario, abusivo, acaso sin pensarlo ni quererlo? ¿Quién no se ha arrepentido hasta sentirse un pedazo de mierda y prometerse (en vano, de repente) ser más fuerte que sus debilidades?

En terrenos jurídicos, al menos, aplicar los criterios hoy vigentes a las conductas del pasado remoto es una aberración inadmisible. Cierto es que violaciones, asesinatos y chantajes son hoy la misma cosa que hace medio siglo. Da rabia, por ejemplo, que un viejo ex presidente genocida pueda vivir tranquilo bajo la sombra de la prescripción, pero eso no desvela a ciertos puritanos biempensantes, cuyas preocupaciones tienen que ver con asuntos tan serios como enmendar el cuento de la Caperucita para que no lastime su persignada sensibilidad.

No se trata de un juicio universal, sino de algunas cuantas revanchas pueblerinas. De ahí que el objetivo preferido de los linchadores no sean los realmente poderosos, sino exclusivamente los notorios. Actores o cantantes, por ejemplo, son presas recurrentes de cobardes y envidiosos, pues de ellos todo puede ser creído y no poseen sino fama, glamour y otros haberes nada edificantes. Compárense, si no, los empeños arduos y prolongados que supuso exhibir a un monstruo pederasta como Marcial Maciel, con las escasas horas que ha tomado empapar de inmundicia a Dustin Hoffman porque en sus años mozos andaba por la vida acariciando nalgas sin permiso. Vamos, no es que le aplauda, pero se ha hecho algo tarde para imponer castigos. ¿Será que Kevin Spacey es el diablo y Donald Trump un alma del Señor? ¿Cuántas mujeres sufren ahora mismo de acosos comprobables y punibles? ¿Sirven de algo las leyes hoy vigentes, o pesa más el código de la hipocresía?

Este artículo fue publicado en Milenio el 4 de noviembre de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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