La lotería del plomo

No me gustan las armas de fuego. He jalado el gatillo de varios modelos de pistolas y eventualmente un par de subametralladoras. Reconozco, por tanto, la sensación obscena de poder que experimenta uno al soltar cada ráfaga de plomo. Han de ser siempre cortas, según me hizo saber el instructor, para así conservar la puntería. A menos, claro está, que se dispare en contra de alguna multitud compacta y desprevenida. Cuestión de gente enferma, según ha declarado Donald Trump, que no es exactamente modelo planetario de salud mental, pero al fin quién es uno para darse por sano. No me gustan las armas, en primer lugar, porque no hay garantías de que sus dueños no sean imbéciles, ignorantes, fanáticos, acomplejados, canallas o sicópatas. Gente a la que, por cierto, le encantan las pistolas.

Stephen Paddock, el apacible jubilado que el domingo pasado asesinó a 59 inocentes desde el piso 32 del hotel Mandalay Bay, adquirió varias de sus armas en New Frontier Armory, la tienda de Las Vegas cuyo propietario se defiende con una perogrullada: ellos no las vendieron con esa intención. Es decir, menos mal que fue todo sin querer. Culpar al vendedor por la masacre, añade, sería tanto como responsabilizar al hotel por la renta de la habitación. Una comparación asaz idiota, si bien a su modo útil para satisfacer el papeleo de la propia conciencia. Porque al final negocios son negocios y la ley es la ley. Se quiere suponer que quien va y compra un arma es gente responsable que sabe bien lo que hace, por raro que eso sea entre la mayoría.

Uno suele creer que conoce sus límites, pero de ahí a decir que jamás enviaría a nadie al otro barrio hay distancia de más. Igual que casi todos mis congéneres, aún no he matado a nadie; tampoco, sin embargo, estoy seguro de que nunca lo haría. Menos puedo saber si, en el intento, no sería yo mismo quien cayera cadáver. La idea de poseer un arma de fuego con el solo objetivo de defenderme parece, así mirada, una ruleta rusa. ¿Quién me asegura que tendré la razón al momento maldito de accionar el gatillo? ¿Y si obrara de pronto mi pura cobardía? ¿Quién, que ejerza el poder de rociar plomo, puede jactarse de su juicio intacto?

Se entiende que haya en esto profesionales avezados en tino y templanza, aunque ni en ese caso hay garantías. ¿Y qué decir de tantos amateurs? He conocido carretadas de imbéciles notorios a quienes envanece traer pistola y no desaprovechan el chance de sacarla, pero hasta ésos parecen razonables comparados con la gran mayoría de quienes hoy, en México, cargan armas de fuego. Sobran los gatilleros sin nada que perder que con trabajos saben leer y escribir, ávidos del respeto espeluznado que facilita una cuerno de chivo. Y así como hoy en día al vecino le es fácil torturarnos con un par de bocinas baratas y potentes, no hay infeliz que no pueda comprarse un arma de guerra con el botín de un par de asaltos menores.

Los gringos son distintos, según quieren creer los fabricantes de armas y sus valedores, pero los mexicanos sabemos que no es cierto. ¿Cómo esperamos que sean todos ecuánimes, tras tantas toneladas de opiáceos y alcaloides que cada día viajan de acá para allá? A riesgo de excederme, por mi parte, con el parangón, me atrevo a sugerir que el efecto tramposo de omnipoder que otorga el traqueteo de un fusil automático equivale al periodo de infatuación cretina que sigue a un shot de coca por la nariz. Y si la cocaína hace un dúo dinámico al lado del alcohol, ¿qué no hará apandillada con la pólvora?

Naturalmente, al centro del problema está el dinero: ese otro afrodisiaco que al cabo hace explicables las peores matazones y acaba por poner los juguetes letales en manos sanguinarias. ¿Qué otra cosa podemos esperar de la combinación de drogas ilegales y fusiles baratos, sino muertos por miles y terror por doquier? Porque no todo son malas noticias: con las leyes que rigen acá y allá, quienes venden pasones y pistolas están haciendo estupendos negocios. (Ante tan gigantesco despropósito, no es de extrañar que más de un paranoico encuentre atrás La Gran Conspiración.)

Las Vegas, en efecto, fue un horror, pero si uno se aplica a revisar cualquiera de los escalofriantes recuentos de atrocidades hechos recientemente por Héctor de Mauleón —cuya bravura no conoce paralelo— concluirá que el de México es un horror non-stop. Una atrocidad multitudinaria. Una infamia legal imperdonable. Puedo entender que los republicanos, herederos de Nixon, Hoover y McCarthy, teman más a las drogas que a las armas, pero aquí eso es una ridiculez. Si los gringos no pueden con sus dementes, urge parar la sangre de este lado. Dejar la hipocresía para causas menores. Quebrarles el changarro a los matones. Hacer acopio pronto de lucidez y agallas. Legalizar las drogas, pero ya.

Este artículo fue publicado en Milenio el 07 de octubre de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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