Cuando las cosas se sacuden

No quiero hablar del temblor. Porque estoy agotada de la sobresaturación de información en medios y redes sociales. Pero no puedo no hablar del temblor.

El temblor a mí me agarró en un piso 29 en donde se columpiaron mis pensamientos durante unos breves instantes junto con muchos otros. No nos pasó nada, más que el susto, pero es increíble ver el efecto del susto en todas las personas que me rodearon ese día. La más tiesa de mi oficina lloró como niña de 5 años, el más macho casi se desmaya, los jefes y líderes se quedaron en shock y mudos, la que se jacta de ser la más vale madre y valiente de todos no podía bajar por las escaleras del susto, la que se cree la más serena nos gritaba desesperadamente que todos mantuvieran la calma en un tono al borde de la histeria. Y yo, conocida por ser nerviosa, por sufrir uno que otro ataque de pánico, frágil por mis pocos kilos y con un terrible miedo a morir… no me inmuté.

Veinte minutos más tarde y 1,400 escalones abajo la gente empezó a disolver su angustia platicando, y de lo único que podían hablar, era de lo que habían pensado en esos minutos y segundos críticos. La mayoría de la gente del piso 29 pensó una sola cosa: que iban a morir. Yo curiosamente, que supuestamente me apanica la idea de la muerte ni lo pensé. No pensé en ningún momento que me iba a morir.

Y no es que no piense en la muerte. Si algo he hecho en este año es hacerme consiente del hecho irrefutable de que me voy a morir. Puede ser hoy, en un rato, en un par de años o en muchos. Pero integrar la muerte a mi vida me ha ayudado a vivir mejor. Durante muchos meses busqué y busqué respuestas. Leí historias sobre gente que se estaba muriendo sobre sus últimas reflexiones y no encontraba la respuesta que buscaba, la respuesta a cómo vivir una buena vida. Y hoy me doy cuenta de que mi mejor respuesta fue justamente lo que hice. Hacerme consiente de mi propia mortalidad. Y no sólo de la mía, sino la de cada ser humano. Aprender que la muerte es parte de la vida ha sido difícil pero sobre todo ha sido enriquecedor.

En la tarde del martes pasado, mientras recorría las calles de mi colonia favorita de la ciudad, llena de polvo, escombros y olor a gas recordé que esto también pasará. La vida a veces es sólo un segundo y al final todo se convierte en polvo.

Y es por eso que es preciso preguntarnos: ¿Qué estamos haciendo con nuestros días? ¿Estamos recordando que cada día es un regalo? ¿Qué cada experiencia vale más que oro? ¿Estamos usando nuestro tiempo en lo que realmente vale la pena? ¿Estamos haciendo lo que nos gusta? ¿Somos felices? ¿Estamos preparados para irnos?

Saludos sacudidos,

La Citadina.

P.D. Y por si se lo preguntaban… llevo 26 días sin comer azúcar (sí, increíblemente sobreviví al día caótico del temblor sin un gramo de azúcar).

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