Hace unos cuantos años, cuando la economía española comenzaba a hacer agua, el entonces presidente José Luis Rodríguez Zapatero dijo que la existencia de una presunta crisis le parecía “opinable”. Una vez en la lona, varios meses más tarde, debió aceptar aquel hombre optimista la urgencia de aplicar medidas correctivas. Pero ya era muy tarde, de modo que el efecto destructor de tanta negligencia terminó devastando a sus compatriotas y echando a su partido del poder. De entonces para acá, no faltan los amigos de Zapatero que recurren a su sonrisa bonachona para darle la espalda al infortunio y verlo junto a él como opinable. Puede que esté allá atrás, pero ellos creen que no. Es su opinión, ¿verdad?
Por estos tiempos, el amigo José Luis comparte su optimismo con la cúpula del poder en Venezuela. Valedor recurrente del régimen cubano, donde sin duda es hombre muy querido, el ex presidente de los españoles se ha prestado a “mediar” entre bolivarianos y opositores. No es que se ponga en medio, naturalmente, ya que eso sus aliados no lo tolerarían, pero hace cuanto puede por suavizar los puños de la dictadura. Es, en los hechos, el policía bueno: aquél que no te pega, ni casi te amenaza, y en vez de eso te ofrece una salida pronta a la golpiza. Entregarte, rendirte, confesar, lo que pueda hacer falta para que su pareja, el policía malo, deje de atormentarte.
A juzgar por la parsimonia con que los herederos del poder de Hugo Chávez han tratado la crisis del sistema de salud de su país, podría decirse que ésta es opinable. Sólo que en Venezuela toda opinión distinta a la oficial corre el riesgo de ser considerada traición a la patria en unos tribunales donde el gobierno jamás pierde un caso. Hoy les das tu opinión, mañana se la explicas al policía malo (que es un poquito sordo, ya te imaginarás). Y del bueno ni hablar, está muy ocupado convenciendo a opositores y presos políticos —en buen plan, qué les cuesta— de que doblen las manos ante la tiranía. Cabría preguntarse si, entre tantas gestiones humanitarias, le ha quedado algún tiempo a Zapatero para asomarse a cualquier hospital.
No le gusta al gobierno de Nicolás Maduro que trasciendan los números de su administración, pero éstos suelen ser en tal modo ruidosos que ni varios ejércitos de policías malos se bastarían para silenciarlos. Olvidemos por hoy temas candentes como la inflación de tres dígitos y los veintitantos dólares a que equivale el ingreso mensual de la gran mayoría de los venezolanos, así como los cientos de millones de dólares —perdón si me quedo corto— con los que la revolución bolivariana ha hecho justicia a sus grandes gestores. Olvidemos torturas y gases lacrimógenos, incluso asesinatos a manos del gobierno y sus fuerzas de choque. Concentrémonos en los mil 600 seropositivos que han muerto en el estado de Carabobo a lo largo de 2017, por la falta de antirretrovirales.
Tan sólo imaginemos lo que sucedería en nuestro país si, por la negligencia de las autoridades, 80 por ciento de los contaminados de VIH debieran suspender su tratamiento. Ocurriría un escándalo planetario y no seríamos pocos los que tacharíamos de asesinos a los responsables. ¿Y qué tal si insistieran en mantenerlo oculto, por el bien de la patria y su prestigio? Hoy en día, cuatro de cada cinco venezolanos seropositivos —miles de niños, entre ellos— están sin tratamiento ni pruebas que permitan el diagnóstico. Cada hora que pasa, el virus gana fuerza y se hace resistente a los medicamentos; para cuando éstos lleguen, si es que llegan, habrán de trabajar en inferioridad de condiciones ante el empuje del germen mortífero, y muy probablemente resultarán inútiles.
Mil 600 difuntos en no más de ocho meses son casi siete muertos cada día, y eso apenas en un territorio que alberga a siete por ciento de los venezolanos. ¿Exagero si digo que ahora mismo hay al menos decenas de ellos que atraviesan la línea siniestra del desahucio? Una vez más, temo quedarme corto. Pues amén de los seropositivos desasistidos —cuyo martirio es fácil imaginar: se están muriendo en medio de una angustia creciente e insoluble— son millones los enfermos tratables que no tienen acceso a medicinas, puesto que en las farmacias y hospitales no quedan ni antibióticos. Ante todo lo cual, el gobierno anfitrión de Zapatero se niega a recibir ayuda externa. “Patria o muerte”, opinan.
Lo malo de los muertos —peor aún si se cuentan por millares— es que no están sujetos a la opinión de nadie. Pero quedan miles de moribundos, en espera de que alguien opine a su favor. ¿Qué opina de todo esto el policía bueno? No podemos saberlo: le toca ser discreto y aquiescente con el clan de ladrones, golpistas y narcotraficantes que eligió por aliados. Pero si he de opinar, encuentro que el amigo Zapatero trabaja en darle oxígeno y legitimidad a un gobierno de negligentes genocidas. ¿Exagero de nuevo? ¿Cuántos cadáveres hacen a un genocida? ¿Cuántos kilos a un narcotraficante? ¿Cuánta gentil ceguera podrá ser necesaria para hacer del amigo un cómplice pasivo?
Este artículo fue publicado en Milenio el 2 de septiembre de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.