¿Alguien por ahí recuerda la última vez que un extraño mañoso le llevó a lo oscurito? Pudo ser por comprar boletos en reventa, hacerse con alguna sustancia disoluta o evitarse una multa aparatosa, entre tantas urgencias concebibles, y en realidad la escena es tan común que con trabajos llama la atención. Debe de haber millares de pícaros y cándidos que ahora mismo negocian en penumbra. Apuesta uno a perder, cuando acepta los términos del sigiloso, pero a veces no queda otra salida. Sabemos que en la sombra manda quien hasta ella nos condujo y nuestra buena fe depende de la suya. Más que salir, entramos, como quien hace check-in en la boca del lobo, y quedamos enteramente a su merced.
En el reino tramposo del sigilo, la libertad se ejerce como una fechoría. Antes que cliente o víctima, el sonsacado es cómplice y copartícipe. Todo lo cual puede ser muy loable cuando quienes le sacan la vuelta a la farola padecen opresión oficial, social o familiar y ejercen sus derechos a escondidas, aunque también ocurre que esas prerrogativas sobreviven a la calamidad que las ocasionó y cualquier día amanecen vestidas de costumbres y coartadas. ¿O es acaso un secreto que en la boca del lobo también se aprende a aullar?
No se imagina uno a los comunistas de José Revueltas conspirando en las mesas del Prendes, sino al fondo de alguna covacha en blanco y negro donde la paranoia es el primer recurso del raciocinio. No es que les apetezca la vida clandestina, ni que saquen partido especial de ella, pero tampoco tienen otra opción y la padecen con estoicismo. Viven cautivos de su propia trinchera. Sirven como cruzados a una misión que, admiten, los trasciende. No saben relajarse, ni osarían intentarlo, so pena de más tarde temerse imperdonables. Dondequiera que estén, se mirarán rodeados de enemigos y se hablarán en clave, para que no haya duda de que siguen en guerra.
En ese entonces ahora inconcebible, los temas escabrosos solían abordarse en lo oscurito, de modo que la gente acudía al sigilo en defensa legítima contra los pudibundos al timón. Hoy la gente habla a gritos en los lugares públicos, sin rastro de prudencia, pudor o sobresalto, de cosas que hace un siglo le habrían valido la exclusión social. Y si han de cultivar la discreción, no será por temor al qué dirán sino a los delincuentes pululantes que ya hacen inventario de sus pertenencias y esperan confiscarlas al primer descuido. ¿Quién de ellos no quisiera llevarse a su cliente al imperio traidor de lo oscurito?
Es fácil advertir que en los últimos años la penumbra ha perdido sus poderes. Vivimos entre cámaras y micrófonos, con trabajos podemos salvaguardar la clandestinidad de nuestros pensamientos. Se dice con frecuencia que el poder nos espía, pero ésta es una calle de dos sentidos. Nunca el poder estuvo tan vigilado, ni fue la transparencia condición esencial para ejercerlo. Y es así que el sigilo, alguna vez aliado del opositor, resulta en democracia su acérrimo enemigo. Ya sea por candor o conveniencia, no hay prócer que se salve en lo oscurito.
Dadas las circunstancias, el antípoda de la transparencia no es ya la opacidad, de por sí escandalosa entre tantas farolas encendidas, como la pantomima. Amafiarse en lo oscuro para dar el gatazo de una falsa apertura es poner en escena un sainete barato cuyos destinatarios suelen ser —fatal, arteramente— los menos informados. ¿Cómo es que a estas alturas del destape prevalece una izquierda clerical, habituada a moverse en la penumbra y exigir transparencia a sus contrarios? ¿No les habla su brújula moral, con lo sensible que es, de la caducidad de sus salvoconductos? ¿Quién va a ser el valiente que les anuncie el fin de la guerra fría?
Recuerdo a un profesor de secundaria especialmente estricto y suspicaz a la hora de aplicar un examen escrito. Según solía advertirnos, los alumnos tramposos se señalaban solos desde que lo miraban por el rabo del ojo. ¿Cómo no desconfiar del vigilado que no pierde de vista al vigilante? ¿Y qué pensar de aquel celoso polizonte al que nadie más puede inspeccionar? Sucede con los curas, gestores simultáneos de pureza y sigilo, poder y bonhomía, caridad y justicia ultraterrena, pero en tiempos recientes ni ellos están a salvo del ojo colectivo.
Hace ya varios años que en lo oscurito abundan las linternas. No lo saben algunos cruzados anacrónicos, pero el que era escondite se les hizo escenario. Hace ya un rato largo que los vemos y nada los exhibe tan desnudos como su inclinación por la pantomima. Mienten mal y no alcanzan a esconderse, como frecuentemente lo hacen sus adversarios, sólo que éstos no se las dan de puros, ni aspiran a profetas y ayatolas. ¿Qué pensar o decir de un celoso guardián de la moral que todo lo resuelve en lo oscurito? ¿No está ya muy quemado ese recurso?
Este artículo fue publicado en Milenio el 26 de agosto de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.