Lo ha dicho Donald Trump: hay nazis buena onda. ¿O es que los vamos a juzgar a todos solo por unos cuantos millones de oficiosos? ¿Alguien conoce a algún antisemita alivianado? ¿Un kukluxklan de buenos sentimientos? ¿Dónde se esconden esos oficiantes del odio de noble corazón? Acepto que la idea es descabellada y no puede siquiera sugerirse sin alguna ironía, pero invita a entender un par de cosas. Pues si el nazi se niega a comprendernos porque su ideología no se lo permite, mal haría uno en imitar su ejemplo.
Contra lo que quisiera su megalomanía resentida, el único atributo en verdad grande del supremacista y sus buenos amigos de la cruz gamada es su complejo de inferioridad. Se juran despojados, invadidos, humillados, violados y desnaturalizados por causa de una tribu, una raza, una minoría a modo para los sembradores de cizaña. Y tampoco es que mientan, si de hecho lo creen a pie juntillas, por eso tanta rabia. Lo que más les escuece, y al propio tiempo lo que más les consuela, es sentirse mejores que sus enemigos y pensarse elegidos para volver el agua a su nivel. Son todos inconformes y tienen mucha prisa, cuidado con cruzarse en su camino.
Hace no mucho tiempo estaban en la lona. Fracasados, excluidos, resentidos, presas de esa amargura sin coartadas que atribuye su frustración vital a los malos oficios de la suerte. Suelen los pobres diablos sumarse al culto oscuro de la esvástica no bien hallan en él la explicación a sus insuficiencias. Resolver que no ha sido mi suerte, mi culpa ni mi error el causante directo de mis males, sino la intervención de un enemigo artero y destructor, suele ser tentación demasiado atractiva para el ego maltrecho del perdedor. No es, quizás, que el prospecto de nazi sea en principio una mala persona, pero esa explicación de su fracaso que le convierte en víctima de sus antípodas no solo le acomoda, también le insubordina. Le enoja. Le da rabia, carajo. No sabe todavía que el odio es pegajoso como la mierda, pero ya se agasaja de solo imaginarse dando el salto cualitativo que habilita a la víctima como cobrador.
El odio da licencias de idiotez. Podemos, a partir de sus insidias, entregar el control de nuestros actos a la parte más torpe de nosotros, que para estos efectos resulta el estómago. Confundimos así motivos con antojos, tirrias con argumentos, complejos con agravios, cautivos como estamos de una espiral morbosa y, ay, regocijante. Porque el odio compensa, por más que salga caro e infeccioso. Odiar a un enemigo colectivo es descargar en cada uno de sus representantes todas las frustraciones y las insuficiencias que me ardería en el alma reconocer. Si me ven, por lo tanto, furibundo al extremo de la imbecilidad, añádanlo a la cuenta de aquellos que nombré mis opresores, dado que por su culpa estoy así. Tengo aquí mi derecho a ser imbécil, y como tal no reconozco límites; desde esta posición, la sensatez parece cobarde y vergonzosa, la empatía una trampa del enemigo y la decencia cosa de opinión. ¿A quién quieren que escuche, si traigo la derrota en carne viva?
Un nazi buena onda sería la vergüenza de los suyos. Igual que bolcheviques, yihadistas y supremacistas, el nazi necesita vivir encabronado. Jamás está conforme con una situación que escape a su control y vigilancia. Tiene muy pocas pulgas, aún menos paciencia y no conoce los remordimientos. Otro, menos frustrado, encontraría ridículas sus banderas e insignias, pero él descubrió en ellas el respeto que, asume, nos inspira. Pues empuñar el odio por bandera implica dar la espalda a la realidad y el más elemental sentido común. Ahí donde hasta el suceso más inocuo se interpreta en función de la rabia reinante, no hay disparate indigno de ser tomado en cuenta.
No tengo duda de que hasta Reinhard Heidrich habría encontrado al otro lado del espejo a un nazi buena onda. En su propia película, los campeones del odio se ubican en el bando de los justicieros. Si para los demás es un estigma ir por ahí luciendo semejantes insignias asquerosas, para ellos es prueba de valentía. Son como adolescentes jugando a karatecas, con la testosterona a flor de piel y la crueldad de un niño libre de todo escrúpulo. Un niño rencoroso, cobarde, traicionero y al primer parpadeo sanguinario, en la piel de un adulto acomplejado que ya ubicó al culpable y va tras él.
Tienen que ser muy raros los nazis buena onda, que su mera mención es grosería. No conocemos odios amigables, pero los más idiotas suelen llevar insignias y uniformes. Su mera aparición resulta contagiosa, pues provoca en principio repugnancia y enojo, mas ello es homenaje inmerecido para unos perdedores rencorosos cuyo juego consiste en hacernos rabiar. Pobres de quienes caigan en la trampa, que del infierno les caerá la svástica.
Este artículo fue publicado en Milenio el 19 de agosto de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.