Solía hablarse, no hace muchos años (y habrá quien lo haga aún, con un curioso orgullo rebañego) del gobernante férreo, terminante y temible como un “hombre fuerte”. Así se motejaba, por ejemplo, al general Omar Torrijos —y más tarde a su émulo, Manuel Noriega—, todavía recordado como “el hombre fuerte de Panamá”. La expresión puede haber pasado de moda, pero el mito acostumbra renovarse con necedad amnésica y vigor metastásico.
Abundan quienes claman por aquel superhombre que guíe sus destinos sin vacilación, cuyo poder resulte en tal modo solvente que no haya contrapeso para sus decisiones, ni se antoje siquiera la posibilidad de cuestionarlas, so pena de acabar apachurrado por las temibles ruedas de la Historia. Pues nadie mejor que él, con su fuerza magnífica (quién sabe si provista por el Creador mismo) sabe lo que es mejor para sus compatriotas.
Como El Partido del que hablaba Brecht, el hombre fuerte no posee dos ojos, sino miles de ellos. Y de orejas ni hablemos, si las tiene por todos los rincones a lo largo de sus magnos dominios, de suerte que las hojas de los árboles no se mueven sin que él llegue a saberlo. No es infrecuente así que al fortachón de marras le complazca exhibir su gran musculatura frente esa torpe masa de alfeñiques que en su ausencia serían ciudadanos, mas bajo su mandato no pasarán de pueblo —esa pobre entelequia que repite consignas y levanta la mano para darle invariablemente la razón—. ¿Cómo no arrebolarse, pasmarse, pavonearse por causa de aquel líder impertérrito que los supera en ojos, oídos, palabrería, instinto, clarividencia y calidad moral?
Parece paradójico que tantos hombres fuertes rehúyan el debate y satanicen a sus competidores, tal como haría un jerarca eclesiástico, de modo que a menudo encabezan —o así se lo proponen, con maneras esquinadas y aviesas— estados policiacos donde no hay más olfato que la paranoia y se impone el “respeto” a partir del temor. Peculiar, cuando menos, es la fuerza que nace de la rigidez y ha de vivir mirando por encima del hombro para certificar que nadie va a enfrentarla, ya que a sus cautos ojos todo disentimiento es sabotaje y el más pequeño amago de escepticismo tiene el hedor de una conspiración.
Hay también quienes piensan que el ímpetu tenaz de un hombre fuerte sólo cede al poder de otro hombre fuerte. Una creencia cándida, extraída de los cómics y las mitologías milenarias, que divide a los sátrapas en justos y malévolos. ¿Cómo plantarle cara a aquel monstruo del mal sin los buenos oficios de un atlético arcángel que lo ponga en su sitio y de paso nos muestre el buen camino? Semejante complejo de inferioridad acusa vocación de pilhuanejo —esto es, mozo de fraile— y llama a gritos a la tiranía. Esperar libertad o dignidad bajo la égida de un hombre fuerte equivale a dar de comer a un tigre a cambio de su mansa gratitud.
Suelen ser, desde niños, los hombres quienes se presumen fuertes, al grado de tachar de vil y deshonroso, cuando no de torcido y amujerado, al que carece de tal cualidad. Se nos educa bajo la exigencia de portarnos siempre “como hombrecitos”, pero ya la experiencia ha demostrado que la fuerza consiste menos en ostentar que en resistir. Y si de resistencia toca hablar, las mujeres nos llevan toda la ventaja, si no en balde se han pasado la vida soportando el asedio y la opresión de cobardes, eunucos y cretinos que se precian de fuertes por el poder presunto de sus guangos cojones.
Raro es el hombre fuerte que no enarbola alguna forma de misoginia. Todas, menos la santa que lo parió, le parecen ajenas o sospechosas, además de inferiores e insondables, de manera que apenas distingue a una de otra, como no sea empujado por la testosterona. Ya se apellide Castro, Jong-un, Putin, Chávez, Trump o Duterte, el macho alfa en cuestión tiene a sus erecciones por manifiestos y entiende toda forma de flexibilidad como mero atributo vaginal. Sus miedos, sin embargo, escapan del armario cada vez que se mira comprometido con su hombría cosmética a elevar la homofobia al rango de virtud. En su tiesa opinión, nada hay más debatible, si es que no condenable, que los derechos de los diferentes.
Con frecuencia se tilda al presidente de Estados Unidos de ser el hombre más poderoso del mundo. Hemos visto, no obstante, en los últimos tiempos, al hombre fuerte de la Casa Blanca lucir como un eunuco patético y enclenque ante una sociedad y unas instituciones incomparablemente vigorosas. Pues, como las mujeres a lo ancho de la Historia, toman nietzscheanamente su poder de su capacidad de resistencia. Si el gorila no logró doblegarlas, sólo conseguirá fortalecerlas. ¿Hombres fuertes? No, gracias. De pendejos estamos hasta el gorro.
Este artículo fue publicado en Milenio el 10 de junio de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.