El legado envenenado

El lamento se extiende y multiplica por todo el continente: “Maduro está acabando con el legado de Chávez”. ¿Es decir que si el comandante continuara vivo les cantaría otro gallo a los venezolanos? La ocurrencia no deja de tener su gracia, pues parte del supuesto de que el hombre que mandó exhumar a Bolívar barajaba poderes ultraterrenos. Tantos años de hacer actos de magia a costillas del espejismo petrolero dejaron en sus fieles la certeza de que bajo su boina se ocultaba la fórmula para extender la fiesta por los siglos de los siglos. ¿Y no era ése el legado del “comandante eterno”, la perpetua extinción de la miseria?

Sucede con frecuencia: los hijos dilapidan la herencia de sus padres. Pero pasa también que algunos muertos dejan no más que deudas y abismos tras de sí. Nada que en vida fuera demasiado notorio para los convidados a La Gran Francachela. ¿Quién, que celebre en grande una fortuna que sospecha infinita va a querer hacer cuentas aguafiestas? ¿Cuál sería el legado de un gran derrochador, más allá del prurito de seguir adelante con la parranda y decretar que nunca acabará? ¿Qué harán los descendientes arruinados de un señor que los acostumbró a vivir nada más que de sus rentas?

Nicolás, el chavista sin caudal, se parece a esos tristes herederos condenados a contar chiles en la oscuridad y vivir de la pura jactancia. Son, en los hechos, unos pobres diablos, pero aún se las dan de respirar un aire diferente, pues encuentran no nada más absurdas, sino encima canallas y abusivas las evidencias que les contradicen. La idea de abandonar las costumbres ya insostenibles y caducas que aprendieron de sus progenitores les parece humillante, amén de improcedente. Harán, pues, cuanto puedan —y están acostumbrados a poder— por no tener que dar la cara a la verdad.

El legado de Chávez, eso sí, va mucho más allá de los cientos de miles de millones de dólares que se esfumaron sin control alguno, mientras seguía el festín de la abundancia. No se puede negar, y esto nos lo repiten los chavistas como quien fue testigo de un milagro, que la tómbola mágica del comandante premió con alegría, ilusión, dignidad y esperanza, entre otras recompensas dadivosas, a quienes nunca antes tuvieron nada, comenzando por el respeto de los acomodados. Con estos ingredientes, más el carisma paternal del líder, no sería difícil malcriar y corromper a sus beneficiarios temporales, a cambio de entusiasmo y obediencia irrestrictos.

Hoy vemos que esta clase de permuta no vive más allá de la escasez, y menos todavía del abandono y la insalubridad. Ahora bien, hay de herencias a herencias. Parafraseando a Orwell, algunos hijos son más hijos que otros. Gente beneficiada tan generosamente que sus fortunas ya hacen palidecer a las de sus odiados oligarcas. Tipos leales a muerte, como suelen decirse los cómplices de grandes fechorías, sabedores de que el tropiezo de uno llevaría a la ruina de todos. Discretos, combativos multimilonarios que hallan negras conjuras del imperialismo tras las incautaciones de sus propiedades y cuentas bancarias en el extranjero. No pocos de ellos socios de terroristas, secuestradores y narcotraficantes, amparados por la presunta nobleza de su causa. Compañeros de ruta a los que el Socialismo del Siglo XXI les ha hecho una justicia tan boyante que ya no pueden dar un paso atrás. “Patria o muerte”, peroran, envalentonados, a la manera del asaltabancos que se mira rodeado por la ley y encuentra una trinchera detrás de sus rehenes.

Dista de ser sorpresa la debacle del castillo de naipes. Entregado al ilustre papel de padre de la patria y sus patriotas, no solía detenerse el comandante en detalles pueriles y reaccionarios como el cuidado de la productividad o la renovación de los insumos, pues todo lo contrario: repartir la riqueza suponía, a su juicio, destruir las estructuras precedentes y, como reza el librito, implantar otro modo de producción; uno, por cierto, asaz improductivo y empobrecedor, al estricto cuidado de asesores cubanos que de paso se encargan de la seguridad del inmenso cuartel al que enjundiosamente tildan de república.

¿Qué quedaría entonces del famoso legado del comandante muerto apenitas a tiempo para evitarse el pago de consecuencias? Si escuchamos las voces de sus más señalados herederos —aquéllos enchufados que hasta el día de hoy no pasan apreturas ni limitaciones, pues la patria no cesa de recompensarlos—, vibrantes de rencor e indignación profunda contra cualquiera que ose criticar sus excesos, hallaremos en ellas el legado profundo del comandante Chávez, que es la capacidad de alimentar la envidia, el odio y la sed de venganza entre sus compatriotas. Ahí están los discursos del “comandante eterno”: cizaña pura y dura para el consumo de los esperanzados. Una herencia violenta, tiránica y bandida a la que Nicolás y sus secuaces no están en posición de renunciar. “¡Patria o muerte!”, provocan y amenazan, como quien sólo grita “¡Manos arriba!”.

Este artículo fue publicado en Milenio el 20 de mayo de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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