Tampoco a mí me gusta que me corrijan, y menos todavía delante de terceros, ni de parte de extraños. Suelo disimularlo y a veces lo agradezco, si el corrector fue amable y no me hizo sentir muy regañado, pero hay un sedimento de incomodidad que sobrevive adentro, en esa zona tórrida del fuero interno donde nacen y crecen los complejos. Peor aún si el error se pasó de notorio, o si la corrección interesó la piel del amor más sincero, que es el propio. Corrige uno, de pronto, a la familia y los amigos cercanos, no muy frecuentemente para evitarse un pleito memorable. De otro modo, se aguanta y se calla. Nadie ha solicitado un corrector, la sabihondez no va con la diplomacia.
No es fácil controlarlo, especialmente en los casos extremos, cuando el neobarbarismo le da a uno repelús y le escuece quedarse como si nada. ¿Cómo espera el empleado del banco que tome en serio sus ofertas y servicios, si de entrada me invita a “aperturar” una cuenta de cheques? “¿No basta con abrirla?”, le pregunto y me mira con la incomodidad desconcertada de quien reprime a tiempo la mentada de madre. Y al fin tiene razón, porque lo espeluznante no es que el promotor diga barbaridades, sino que sus iguales y superiores las repitan de oficio, con alguna elegancia dominguera que para colmo les enorgullece. Así se hablan entre ellos, así creen que conquistan la confianza del cliente.
Es verdad que el lenguaje mal podría aspirar a la pureza sin condenarse ya a la pestilencia, pero me queda esta sospecha ansiosa de que hablar va dejando de ser acto pensante. Son legión quienes usan —cada día más, me temo, multiplicadas por las redes sociales— palabras y expresiones mal torcidas cuyo sentido es ya ininteligible y nadie se molesta en desentrañar. El término “godínez”, por ejemplo —empleado con desdén para señalar al oficinista—, evoca al ya caduco “gutierritos”, que naciera de una telenovela y designara al padre de familia oprimido. Extrañamente, en los últimos tiempos ha cundido la manía de singularizar bárbaramente lo que a pocos importa que sea en primer lugar un apellido. “Estuve todo el día de godín”, dice sin decir nada el locuaz inconsciente, y ni modo de intentar corregirlo.
La comezón es grande, sin embargo. “Sin en cambio, me entienden”, aducirá el neobárbaro, renuente a preguntarse qué exactamente ha dicho en medio de tamaño ultraje a la sintaxis. Kafka descubrió un mundo gobernado por el sinsentido, donde los eufemismos huecos y macabros suplantan al lenguaje para evitar hablar de lo innombrable, pero el neobarbarismo carece de intención. No le incomoda su oquedad verbal, probablemente porque no-tiene-tiempo de pensar lo que dice, ni los demás se atreven a corregirlo.
Se da uno por vencido cuando acepta o comprende que una burrada en boga no tiene vuelta atrás. Antes me divertía preguntando, a quien me informara que Fulano o Mengana “no se encuentran”, si acaso estaban ya tomando una terapia; aunque es cierto que no hice una sola amistad con esa payasada. Igual sería al cabo si dijeran que “el señor licenciado no se halla”, pues aún falta que nos aclaren dónde, pero el verbo encontrar tiene a muchos oídos un caché inexplicable que lo consagra en el glosario dominguero. A estas alturas, responder que Zutana simplemente “no está” parece a mucha gente rudeza innecesaria.
Hay otras salvajadas a las que uno jamás se resigna del todo, pues a gritos delatan que se dicen o escriben sin el menor cuidado, por pura emulación irreflexiva, como sería el caso del verbo “haber” en sustitución ciega de la expresión “a ver”. ¿Tendría que responderle “hay” o “habrá” a quien me envía un mensaje con la frase “haber cuándo nos vemos”? ¿Debería responder, en todo caso? Pues mi primer impulso consiste en pretender que no he leído nada. Olvidarlo bien pronto, como a menudo hacemos con los hechos y dichos de quienes finalmente nos son queridos o simpáticos, aunque quizás no tanto como para correr el riesgo de enmendar sus palabras cuchipandas.
En ocasiones toca aguantarse la risa. O como también dicen, “en grado caso”. Otro agravio mayor a la sintaxis, el sentido común y la cordura, quizás no tan frecuente como los otros pero en camino ya de volverse cliché. ¿Será que “en dado caso” les suena muy abrupto, o demasiado crudo, o de cualquier manera incomprensible porque ya no hace falta pensar cuando uno habla, y ni siquiera a la hora de escribir? Nunca voy a saberlo, en aras de la buena educación que me impide anunciar los errores ajenos, pero de ahí a callarse en todas partes queda algún chico trecho. Vayan, pues, estas líneas desahuciadas para despotricar contra lo inmencionable. Haber si no se enojan por la franqueza.
Este artículo fue publicado en Milenio el 29 de abril de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.