Según Albert Camus, el dilema está claro: Dios es todopoderoso y nosotros no somos libres ni responsables, o somos todos libres y responsables pero entonces Dios no es todopoderoso. Se entiende al fin, por tanto, que el poder nos prefiera irresponsables, y que de paso cunda la artimaña infantil de encontrar en los otros al responsable de nuestros errores. Si un borracho estrelló su coche contra un árbol y la noticia nos arrebata el sueño, no faltará quien halle otros culpables entre quienes “pudieron” evitar la desgracia.
¿Cómo fue que el chofer del valet parking entregó al kamikaze la unidad? ¿Qué onda con los meseros, que le sirvieron todas las copas que pidió? Y ya entrados en franca ñoñería, ¿cómo se le permite al fabricante de autos inundar el mercado de semejantes máquinas de la muerte? Dudas perfectamente razonables cuando se habla de juegos y juguetes para niños. No se le sirve alcohol a un chamaquito, ni se le deja un bólido para que lo maneje. Una vez que es adulto y ciudadano, se asume que el sujeto sabe a lo que se arriesga y deberá pagar por sus excesos, aunque hay quienes opinan que hace falta pastorearle de la cuna a la tumba, no sea que se desvíe en el camino.
Los accidentes graves y aparatosos suelen ocasionar múltiples moralejas al vapor. Da terror ubicarse en el pellejo tieso del interfecto. Se siente uno tentado a despotricar contra las que, supone, son las causas profundas del siniestro. La sociedad podrida, el machismo ancestral, la policía ausente, la autoridad inepta, el código penal, el padre represor, la hermana talentosa, el mercado, el Estado, el atraso, el progreso… ¿Es decir que sin tales condicionantes el hoy occiso seguiría vivo? ¿Es posible evitarnos los horrores a fuerza de prohibirnos los errores? ¿Y si el terror mayor fuese cargar el fardo de ser libre y hacerse responsable por los propios actos?
Todos alguna vez, por capricho, ventura, ignorancia o descuido, nos jugamos la vida. “¡La vi cerca!”, alardeamos, todavía jadeando por el susto, sorprendidos de nuestra buena suerte u orgullosos de alguna pericia intempestiva. De ahí que, ante el cadáver del extraño, pruebe uno escalofríos retroactivos y se diga: “Ese pude ser yo”. Es decir que reúne uno los méritos para verse en el sitio del desgraciado y bendice en secreto su buena fortuna. Un resquemor incómodo, probablemente demasiado “adulto” para durarle a uno en la cabeza, pues antes o después del niño ahogado hay pozos que jamás podrán taparse. Cada quien va hacia el suyo, para eso no hay remedio.
Responsabilizar por la imprudencia de un equis ciudadano a las autoridades competentes equivale a otorgarles su patria potestad. Somos completamente libres de suicidarnos, y hasta llevarnos a otros de corbata, no porque sea legal, decente ni deseable, sino porque no hay forma de evitarlo sin tratarnos como a escuincles irresponsables, valga la redundancia. Vivimos en ciudades atascadas de topes disparejos, muchos de ellos absurdos o informales, que multiplican la contaminación y hacen del diario tránsito calvario recurrente, pero basta con otro accidente fatal para que surjan voces paternalistas en demanda de más topes obtusos.
Alguna vez mi padre me contó la historia de un pleitazo infantil con su hermano menor, donde éste le lanzó un pedazo de fierro a la cabeza, él alcanzó a agacharse y el proyectil fue a dar a una vitrina que convirtió en añicos. Una vez atrapado y reprendido a cintarazo limpio por mi abuela, el pequeño agresor se defendía llorando y aduciendo que la culpa era toda del agredido, por eludir el fierrazo inminente. Hace ya varias décadas que el narcotráfico es un gran negocio por un razonamiento no menos infantil que el de la anécdota: si uno se hace algún daño, o incluso se suicida, por consumir una droga ilegal, el responsable es el que se la vende. El vicioso le paga al traficante no tanto por la mera mercancía, como por asumir la responsabilidad social de sus vicios y excesos.
Decimos tonterías delante de los muertos. Velorios y sepelios, aun aquéllos que cuesta distinguir de un coctel, son ocasión ideal para soltar burradas a granel sin preocuparse por su consistencia. “No merecía morir de esa manera”, meneamos la cabeza como diciendo al cabo “yo tampoco”, y en seguida “esto a mí no me puede pasar”. Una aflicción de niño, y cómo no, si al fin ante la muerte nadie se mira adulto.
No diré que jamás he hecho una estupidez de ese tamaño, y hasta puede que fueran demasiadas. Al contrario, reclamo mi derecho a decidir entre hacerme los daños o evitármelos, y en caso positivo pagar las consecuencias pertinentes, sin que me justifiquen, ni me linchen, ni pretendan cuidarme de mí mismo. Somos todos adultos: favor de no mamar.
Este artículo fue publicado en Milenio el 8 de abril de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.