La magia del payaso

Antiguamente, las fiestas infantiles eran amenizadas por cuando menos uno de dos protagonistas estelares: el payaso y el mago. A falta del segundo, el primero intentaba un par de trucos mágicos; en caso opuesto, el mago sabía asimismo hacer reír a un público ávido de sorpresas y carcajadas. Llegaba el triste día, sin embargo, en que las payasadas ya no eran graciosas y los niños jugábamos a desenmascarar al señor del conejo y la chistera. ¿Habíamos crecido, irremediablemente? A estas alturas, ya no estoy tan seguro. Miro en torno y observo que no es el dinosaurio, sino el payaso quien todavía está ahí.

No se ha propuesto tanto hacernos reír como ofrecernos actos de magia a la medida de nuestras carencias. Más allá del color de su disfraz, sabe hablarle al oído a quien ya se ha cansado de la realidad, tanto así que se mira defraudado por ella. “¡No soy como los otros!”, nos advierte el payaso desde el podio, como tantos donjuanes de verbo seductor cuyo talento estriba en pescarse de tus expectativas y mimarlas como a una ninfa querendona.

Se trata, en realidad, de un payaso con ínfulas de ilusionista, pero una vez que atrape tu candor no querrás ya saber de ideas realistas, ni quizá te reirás de su palabrería descabellada, sus cuentos evidentes o sus chistes patéticos e involuntarios. ¿Quién que te hable bonito del futuro y le ponga tu nombre a la película no te va a parecer un mago de verdad, incluso un elegido del destino? ¿Cómo vas a creer que está mintiendo quien canta la canción que más querías oír? ¿No te hierve la sangre del coraje cuando planta el acento en tus calamidades e invoca, en un bilioso pase de hechicería, a los grandes culpables de tus penas? ¿Cómo vas a reírte, finalmente, de tus propios dolores y esperanzas, por más que sea un payaso quien jura comprenderlos y poseer el secreto para solucionarlos?

“Las mentiras no necesitan de un avión para ir detrás de ti”, sentencia la canción de los Avett Brothers, por eso a los payasos que se meten a magos termina por caérseles el teatro, pero antes de eso insisten en que se venga abajo el mundo entero. “¡No soy como los otros!”, redundan y 
subrayan, gritan en cada uno de sus gestos, y a partir de ese punto se permiten todas las desmesuras, puesto que son atípicos y ya por eso exigen que se les mida con vara distinta. Es decir con la suya, que es la correcta porque ellos lo dicen, y ay del que ponga en duda la palabra de quien ha interpretado los hondos sentimientos de su pueblo, como el mago que sabe lo que traes en la bolsa secreta del saco y lo declara en público, para asombro de todos.

La gente cree en milagros cuando los necesita, y lo mismo sucede con la magia. Está uno siempre listo para volar a lomos de las cuentas alegres del primer mentiroso que le ofrezca encargarse de su vida y le dé trato de menor de edad. Pues si el payaso le ha dicho que es mago, exigirá también un respeto especial, y de hecho una absoluta aquiescencia. ¿No ha repetido acaso que él se encarga de todo, que nadie más entiende nuestros grandes problemas ni puede resolverlos mejor que él? ¿Qué esperamos entonces para honrar sus palabras y recitarlas como santos mantras? ¿Y no es entonces nuestro deber moral salir al paso de quienes le critican, si al hacerlo también se oponen a nosotros y declaran la guerra a nuestra causa?

El payaso lo tiene todo claro: quienes no le obedecen le desafían. Puede al cabo acusarlos de cuanto se le antoje, si una vez instalado en la tierra de las certezas raudas no le hacen falta pruebas que respalden sus dichos. Las que en otros serían mentiras y calumnias en sus labios se vuelven revelaciones, tal vez porque las suelta con el convencimiento del vengador hinchado de rencores. ¿No es cierto que de pronto quisiéramos vernos en su lugar y perder el control y echar mierda hacia todos los puntos cardinales y proclamar que el mundo está podrido y hay que prenderle fuego purificador?

El primer truco del payaso ilusionista consiste en convencernos de que nada funciona en el actual estado de las cosas, por eso hay que cambiarlo de raíz. “Él no es como los otros”, peroran sus acólitos y corifeos, hasta que un día llega el de las grandes chanclas al poder, pone en marcha sus cacareados trucos y éstos fallan estrepitosamente. Puesto que no son magia, sino payasadas, pero ya sus creyentes se dicen asombrados y aplauden a rabiar, por no acusar las risas circundantes. “¡No me parezco a nadie!”, repite gesto a gesto, pero nos consta que es un mamarracho más. ¿Quién nos manda crecer, con lo bonito que es seguir siendo niño?

Este artículo fue publicado en Milenio el 18 de marzo de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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