En la era del pleito callejero, el hocicón no acaba de pasar por valiente. Contra lo que aseguran sus asiduos, gran parte de los pleitos de la calle son, más que rufianes, asunto de cobardes. ¿O no la mayoría ocurre de palabra y sobre ruedas, entre miedosos que no quieren pelear? Nunca será lo mismo librar combate cara a cara, de pie, que hacerlo apoderado de un vehículo en marcha. Diríase impunemente, más todavía para quienes circulan en una gran ciudad y se toman por fuero el anonimato. “¿Qué te pasa, pendejo?”, se gritan entre si dos rabiosos choferes, mientras avanzan en sentidos opuestos.
Divierte imaginar, de puro ocioso, la colosal trifulca que sería la existencia si uno, como peatón, repartiera mentadas verbales y gestuales con la soltura propia del automovilista furibundo: esa especie en constante proceso de exoansión. “¡Camina recto, imbécil!” “¡Apaga ese teléfono, animal!” “¿Qué carajos espera para cruzar, señora?”. No es que no lo pensemos, de repente, pero amén de evitarse algunos moretones tiene uno en buen aprecio su educación casera y experimenta algún pudor elemental ante la idea nefasta de sacar a sus monstruos de paseo.
Según el diccionario, el bravucón es un valiente sólo en la apariencia. Su presunta fiereza no es sino el ejercicio fraudulento del miedo. Lo vivimos de niños, cuando la situación no orilla a pelear y tenemos que dar un paso atrás sea más peligroso que rajarle al contrario los puños a dientazos. Misma razón por la que, años después, halla uno que el encerrón del camionero pide a gritos mentadas fugitivas. Se enseña uno a ser gallina osado, no bien da con la puerta de emergencia.
Varios, entre los grandes provocadores, son a la hora buena cagones emboscados. Y lo mismo sucede con sus más ardorosos adversarios, ricos en invectivas y amenazas sonoras, por huecas (que sin embargo cumplirían con creces si pudieran ahorrarse los riesgos asociados). Condición de tiranos y verdugos, ésta de ser a un tiempo bravero y sacatón llama a la admiración de los pusilánimes: gente que se comporta con impecable civilidad, hasta que un linchamiento reclama su concurso ardiente y justiciero. El eunuco taimado respeta los alardes del pendenciero porque quisiera verse en su lugar, sólo que se le arruga la resolución. ¿Cómo, pues, no aplaudir a las soflamas de quien se le presenta como el mero vicario de sus monstruos?
Elijan quienes leen estas palabras al bravucón que más naúseas les cause. Busquen ahora su cuenta de Twitter y observen la pasmosa cuenta de seguidores. Lo picoso de las redes sociales es que ahí todo el mundo busca y encuentra bronca sin cuartel, y más que eso: sin el menor peligro. Si allá en las calles menudean las cámaras y nada de lo que hagas pasará inadvertido, acá en el cibermundo puedes dar libertad a tus monstruos más sucios y agresivos, y una vez a sus lomos hacer eco de toda suerte de imbecilidades, aun las más extremas y descabelladas, en la seguridad de que no estarás solo, y de hecho serás parte de una legión tan grande y estruendosa que te hará sentir fuerte e importante, especialmente si eres una mierda.
En Twitter todo el mundo tiene la boca grande. Dudo que haya mayor acervo en este mundo de preguntas idiotas y respuestas no menos irreflexivas. Casi todos caemos en la trampa, unas veces por pereza mental y otras porque los monstruos emboscados nos imponen su agenda. Y porque al cabo es fácil, y de hecho lo más fácil, insultar, ultrajar y maldecir a un ícono electrónico, que de por si no puede reventarte ese hocico vacilón. Igual que los piratas informáticos y los pirómanos encapuchados, el ciberbravucón suele ser un cobarde con buena presa.
Si nunca creí mucho en el amor en línea, menos puedo dar crédito al odio al primer clic. Puedo entender que el pendenciero equis cuya cuenta bloqueé al primer insulto tenga cuentas pendientes con la vida, pero igual no descarto que allá afuera, en la calle, resulte una bellísima persona: gente muy educada que mantiene a sus monstruos perniciosos en sus debidas jaulas, para bien de todos. ¿Enemigos en Twitter? Qué hueva, la verdad. Preferiría jugar Dungeons and Dragons.
Al bravucón le gusta que le sigan el juego. Lo contrario, se entiende, es cobardía. Por desgracia, no estamos en el siglo XVIII. Hoy día lo que abunda son bocones. Gente que se amenaza sin bajarse del coche, o se sentencia a muerte desde el puro teclado, o se hacen policías de la opinión ajena y van lanzando sharias a diestra y siniestra. ¿Y qué sería de tantos linchadores latentes, sin la figura de un bravucón por delante? En la era del pleito callejero el hocicón se hace de una pandilla, para que no haya dudas de que es un valiente.
Este artículo fue publicado en Milenio el 25 de febrero de 2017, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.