“¿A poco vas a cobrarme?”, pregunta el vividor, y no bien confirma uno sus fundadas sospechas se muestra sorprendido, triste o indignado y acaba por colgarle el sambenito de “mercenario”. No es extraño toparse con personas así, viviendo en el país de los gorrones. ¿Que si los mexicanos somos generosos? No lo dudo, y ese es otro motivo para que los chupópteros —y sus parientes próximos, los tacaños— se sientan a sus anchas en tierras nacionales, donde “lucro” y “negocio” son palabras malditas, y como tales se usan en voz baja, igual que en otras épocas términos como “orgasmo”, “condón” o “gonorrea” lastimaban los tímpanos de tanta gente mustia-pero-libidinosa.
“Se lo estoy dando al costo”, miente el marchante y pone cara de hambre, sabiendo de antemano que no vas a creerle pero dejando en claro que, en este caso al menos, el dinero no importa, y ello debe bastarte para dar por cumplido el protocolo. Somos, al fin, legión los mexicanos que encontramos nobleza y dignidad en el falso desprendimiento material. Nos pensamos personas educadas —y de hecho nos pavoneamos como tales— cuando aclaramos que “el dinero es lo de menos”, por más que nos persigan los acreedores y andemos rasguñando los centavos para ponerle gasolina al coche.
Si en otras latitudes las personas se dicen satisfechas de ganar un buen sueldo y tener una casa a toda madre, aquí la urbanidad aconseja ostentarse como muerto de hambre, aun y en especial si se es dueño de inmuebles incontables y se vive en secreto a todo lujo. Todo lo cual redunda en un sinfín de escenarios propensos al despojo, el abuso y la clandestinidad, pues al final aquí a nadie le consta cuánto dinero tiene cada cual, ni por qué medios se lo habrá agenciado. ¿Y qué mejor coartada que dárselas de prángana para ocultar caudales de inmencionable origen?
Por supuesto hay personas a las que el capital les da lo mismo. Varios de ellos se llaman herederos y han crecido creyendo que nunca se lo van a terminar. Pero quien vive al día con el gasto sabe que su desdén por la marmaja es pura y farolera impostación. No falta quien esquive el tema del dinero —porque eso es lo de menos, ya quedamos— para aflojar después el mínimo posible, y en caso de conflicto tacharnos de vulgares ambiciosos. Presumir que la lana nos da igual no denota humildad, sino arrogancia, amén de hipocresía, frivolidad y quién sabe si no siniestras intenciones. ¿Ya pagaste la renta, por ejemplo? ¿Cómo entonces desdeñas lo que más necesitas?
La mera sugerencia de que has “hecho negocio” invita al ejercicio de un pudor defensivo semejante al del beato calentón. “¡No te creas!”, dice uno, con gesto de filántropo. Cierto es que este país es muy rico en fortunas malhabidas, pero de ahí a esconder mis legítimos logros y ambiciones cual si me dedicara a asaltar bancos tiene que haber un trecho de dignidad. Ahora mismo, a teclazos, quien esto escribe atiende su negocio. Ejerzo cada día mi profesión con innegables fines de lucro, puesto que de otro modo terminaría por pedir limosna (y aun así mis fines serían los mismos).
Se maldice el provecho y la ganancia siempre que es alguien más quien los obtiene. No habla, pues, la moral, sino la envidia vil, investida en jurado popular por obra de la tirria y la gazmoñería. Abundan, además, los malos perdedores que explican sus fracasos a partir de los éxitos ajenos. Y tampoco escasean los esquiroles que cobran poco o nada por su chamba, esperando ulteriores beneficios o la admiración de otros fracasados. ¿No es a despecho del miedo al fracaso que uno se atreve a dar lo mejor de sí mismo? ¿Qué dinero no es guapo cuando te lo has ganado? ¿No es también libertad lo que compras con él? ¿Cómo ser en su ausencia generoso? ¿Por qué iba uno a querer que fuera menos? Diría Gil Gamés: ¿Estamos locos?
Este artículo fue publicado en Milenio el 13 de mayo de 2023, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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